
Por Carmen Durán Angulo

Con tinta indeleble están marcados en mi memoria exactamente tres recuerdos sobre mis días en Palmar. La mayoría de la gente no recuerda nada antes de los 5 años, pero aún hoy, yo siento esos momentos como si hubiese sido ayer. En el primero me encuentro en la calle 9 #291, afuera de la casa donde creció mi madre; llovió, es de noche, y los sapos y serpientes ya empezaron a salir. Tengo 4 años, me veo agitada dirigiéndome a casa, saltando los charcos de agua en el piso de arena que se convirtió en lodo, para después ver a mi mamá sujetando con fuerza algo parecido a una lanza, y atravesándosela a una serpiente que se encontraba justo en el último charco que salté.
En el siguiente estoy acostada, en uno de los dos cuartos de la casa divididos por puertas de cortinas de tela rala. Miro el techo expandirse hasta lo que yo creo el punto más alto del cielo, está formado por madera entrelazada como una telaraña, mi mamá lo limpia con una escoba, y de repente salen volando de él dos pequeños murciélagos que estaban escondidos. En el último me veo patinando en la terraza, quemándome con el sol, raspándome las rodillas, mientras en el patio mis tías preparan en fogón de leña pasteles de cerdo y pollo.
16 años después, Palmar de Varela se siente extraño para mí, como un familiar lejano. Son las 12:01 de la tarde y el calor me pega de golpe en la cara, nublándome la vista. Me aturde el sonido de los motocarros, que son como miles desplegándose a lo largo de la carretera, en constante movimiento, impidiéndome escuchar algo más que no sea a ellos. El mapa del celular me indica que estoy en el municipio de Santo Tomás, pero en realidad, estoy en el pueblo de mis recuerdos.

SAPOS Y SERPIENTES
El clima es de 32° pero la sensación es de 38° debido al 67% de humedad en el ambiente. En Balmi, un restaurante de día y bar de noche ubicado a tan solo dos cuadras de la parada de autobuses “La Estrella”, me recibe Rodulfo Pertuz, de 68 años de edad, que ha vivido toda su vida en Palmar y se dedica a atender su restaurante desde hace 12 años. Es un hombre de mirada amable, algo lánguida, bajo de estatura, blanco y de pelo canoso.
No tiene hijos, vive con sus hermanos y una sobrina, trabajó por muchos años en 2 o 3 empresas en Barranquilla pero no cotizó lo suficiente. —No recibo nada, ni ingreso solidario, ni tercera edad.— —¿Ha intentado hacer el papeleo para recibir el ingreso solidario?— le pregunto. —Sí, pero como aquí aparecemos en estrato 3… —responde.
El restaurante es pequeño, tiene 5 o 6 mesas de madera, algunas grandes y otras medianas. El piso se siente arenoso y hay poca luz, la necesaria; el restaurante está adecuado para iluminar en la noche con luces neones ubicadas en los extremos de las paredes y en el centro del techo. Es aproximadamente la 1:00 p.m y estar aquí es reconfortante comparado con el sol abrasador del exterior. —¿Cómo ve el pueblo?— le pregunto. —Bueno, por estos lados ha mejorado, pero por allá después de la vía Oriental, siempre ha estado pesado. Tú sabes que la delincuencia viene de la droga.—dice.
No sé cuán grave es este problema en Palmar hasta que me monto en un motocarro y cuestiono al conductor sobre el tema; él empieza a hablar, pero cuando descubre que soy periodista no quiere decir nada más. Agita su cabeza reiteradas veces en señal de negación, se enmudece, pero lo tranquiliza saber que no estoy grabando y que su nombre no será publicado. —Solo te puedo decir que aquí a quien habla lo matan. Mira el muchacho de la calle 10, estaba quejándose mucho y amaneció muerto.—dice en voz baja. En ese momento pienso que, al parecer, Palmar de Varela sigue lleno de sapos y serpientes.
MUERCIÉLAGOS Y TELARAÑAS
El hombre fue asesinado en su casa hace dos años. Era líder social y dicen las malas lenguas que estaba denunciando la venta ilegal de unas ambulancias que hacían pasar por dañadas en la Policlínica, el único centro de salud del pueblo. Antes yo solía ver a Palmar como un paraíso, todo de arena ideal para saltar y revolcarme, corriendo a cualquier hora del día e imaginando que me encontraba en el cielo.

Ahora, la mitad de todas las calles están pavimentadas. Paso por el cementerio y dos señores mayores se encuentran en cada extremo de la puerta como guardianes consagrados. Mientras tanto, al frente, en una cancha de baloncesto, un grupo de 10 jóvenes juegan fútbol como si se les fuera la vida en ello.
Estando en Balmi escuché sobre un hombre llamado Edicto de la Rosa, así que me dirijo a la Casa de Cultura, donde me dijeron que seguro debe estar enseñando o escribiendo poesía. Pero la Casa parece en realidad una cárcel, asegurada con cadenas de hierro y candados. Es enorme, de ladrillos rojos y un blanco que se ha convertido en beige por la suciedad. El moho cubre toda la parte superior de las paredes, y no veo ni un alma; por un segundo me da miedo pensar en qué hay dentro; imagino murciélagos y telarañas.
Al final consigo localizar a Edicto, pero en el escenario más inesperado. El motocarro me trajo a su casa, en el barrio Florencia; y mientras bajo me pregunta —¿Te demoras? Yo te espero. Por acá los motocarros roban mucho.— Le digo que sí. Camino hacia la casa y veo personas afuera vestidas de negro, sentadas en sillas grises, reunidas en círculos hablando en susurros. Me regaño por venir vestida de amarillo fluorescente. Me acerco y pregunto por Edicto de la Rosa: su suegra acaba de morir por cáncer, la están velando.
SOL Y LEÑA
No dudó en aceptar conversar conmigo, le doy mi más sentido pésame y amablemente responde —No te preocupes. Ella ya descansó. —. Me invita a sentarnos un poco más apartados para estar tranquilos. Edicto es una enciclopedia viva, un loco enamorado de su tierra; me cuenta que se capacitó por muchos años en la Universidad Autónoma del Caribe y actualmente trabaja como profesor de Artes Escénicas en la Casa de Cultura. Es capaz de relatar cronológicamente toda la historia de Palmar; desde los primeros habitantes (los indios Mocaná) hasta el día de hoy. Toda la información sobre Palmar que ni siquiera figura en Internet, me la contó Edicto de la Rosa.

Descubro que Palmar de Varela posee 5 cuerpos de agua importantes a nivel de ciénega: la ciénega Palmar, la Luisa, la Manatí y la Larga, que debería ser un potencial en pesquería enorme. Sin embargo, todas esas ciénegas han sido olvidadas. Edicto sueña con un muelle turístico que les permita a los palmarinos mejorar su estilo de vida, potencializar el pueblo. Cree también en la posibilidad de un puente que les permita a los pescadores desplazarse al río sin correr peligro alguno. Para él, ellos son el espíritu y el alma de Palmar.
Me atrevo a preguntarle sobre el problema de la droga. Me confiesa que está siendo vendida en los estaderos por un convenio entre los vendedores y los dueños. Que Palmar ya no duerme, que las fiestas patronales se han convertido en fiestas nocturnas llenas de vicios donde las niñas quedan embarazadas desde los 13 años. No hablamos por mucho tiempo. Pasados los 15 minutos, veo llegar una carroza fúnebre negra, Edicto se levanta, nos despedimos, y se dirige a darle el último adiós a su suegra.
En el camino de regreso a la parada de autobuses paso por las mismas calles llenas de huecos, la moto se hunde en el barro y el conductor debe bajarse para empujar. En algunos callejones solo hay basura podrida, el olor me provoca náuseas, los vertederos, el agua estancada, la soledad insondable. De repente el recuerdo del sol, del patinaje en la terraza y el olor de los pasteles de mis tías se empaña. Ahora solo veo leña, basura quemándose y Palmar consumiéndose por la decadencia y la droga.
Más adelante, una iglesia en obra gris se alza hacia al cielo. Dentro de ella cientos de sillas vacías se encuentran perfectamente ubicadas en líneas rectas, en un contraste irónico con la suciedad que carcome las columnas.
Ya en la “La Estrella”, describo el sentimiento en mi pecho como un vacío complejo de emociones prófugas. Me quiero ir, pero a la vez me quiero quedar, e intentar creer en la utopía de que Palmar sigue siendo el pueblo de mis recuerdos.
Sin embargo, otra vez el sonido de los motocarros me aturde, nuevamente el calor me pega de golpe en la cara y me nubla el pensamiento; para cuando lo recupero, mi celular indica las 4:43 de la tarde, alzo la vista y veo pasar rápidamente a través de la ventana del bus un letrero verde con letras blancas que dice “Santo Tomás”. El pueblo de mi madre, Palmar de Varela, ya quedó atrás.
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