Por Jaime Guzmán, especial para Hora en Punto
Es domingo. Son las 4 de la tarde y mientras jóvenes y niños se divierten a sus anchas en el emblemático parque Tomás Suri Salcedo, al norte de Barranquilla, él sigue allí, a la espera, como león al acecho, en busca de algún romántico que quiera posar para inmortalizar ese momento en una fotografía, de esas, que no se toman con el celular.
El Suri Salcedo ha reunido por generaciones a los habitantes de las diferentes localidades de la ciudad, hombres y mujeres, que disfrutan cada espacio de sus andenes, de las atracciones, o simplemente, del verde que lo rodea. Dentro de él, niños corretean desbocados y las parejas de novios caminan hablando en murmullos, como visionando su futuro.
Y a la vez que una docena de chiquillos se divierten con los subibajas, otros, en la mitad del parque, rodean esa casita en forma de tronco donde venden helados, tan llenos de tentación como aquella alucinante casa de dulces en Hansel y Gretel.
Y mientras unos juegan, otros corren y algunos solo contemplan el firmamento, sentado allí, en medio de todo, se ve la figura cansina de ese hombre que, paciente, espera que alguien se acerque para solicitarle sus servicios.
Pasan las horas y él sigue ahí, con su «imagen congelada», con la cámara en su cuello, la misma con la que se ha dedicado apasionadamente a tomar fotografías durante toda su vida, quizá, a todas las familias que han pisado este lugar. Pero ahora, por culpa de la modernidad, son pocos los que posan para él.
Hoy, cuando he vuelto al parque, me encuentro de nuevo con este artista del lente que tiene sus ojos perdidos en el horizonte, con sus cabellos color ceniza y con «una expresión triste que no es de tristeza» como dice Antonio Machado en su poema, Del Pasado efímero.
Simplemente espera. No sabe a ciencia cierta si habrá alguien que quiera tomarse esa foto que él sueña inmortalizar, o si simplemente seguirá ahí, haciendo parte del paisaje.
Pase lo que pase, ese hombre no dejará de lado su cámara ni dejará de ocupar ese puesto, el.mismo de siempre, en la banca del parque. No abandonará aquello que le ha apasionado durante décadas: capturar el tiempo, inmortalizar los momentos, congelar la imagen.
Al rato, una paloma aterriza en el piso del parque con un llamativo aleteo para atraer al macho; el fotógrafo, entonces, sale de su letargo. Despierta, toma fuerzas, y de nuevo sujeta la cámara, apunta hacia el objetivo y dispara su ráfaga presionando el obturador.
Al final, nadie sabe dónde terminará esa imagen congelada; nadie sabe quién la mirará, pero lo que todos sí saben, es que mañana, apenas el sol haya despuntado, ese hombre de cabello cenizo, ojos tristes y cámara al hombro, estará otra vez ahí, a la orden, para congelar el tiempo.
Y como Frau Frida, que en el cuento de García Márquez se alquila para soñar, este veterano fotógrafo que quedó atrapado en el siglo XX, aún sueña que alguien lo alquile para atrapar su imagen.
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