A 32 años del magnicidio que estremeció al país, el recuerdo del líder asesinado sigue intacto en la memoria de los colombianos. Crónica de cómo se vivió el trágico hecho dentro de una sala de redacción.
Por ANUAR SAAD
Ese día, 18 de agosto de 1.989, me fui temprano a casa. Antes de las ocho y media de la noche, ya estaba en mi apartamento que estratégicamente había arrendado al frente del diario El Heraldo, donde en ese entonces, me desempeñaba como Jefe de Redacción.
Era viernes y empecé a averiguar por la vida de mis amigos quienes muy poco me llamaban sabiendo que mi oficio me impedía trasnocharme en sus fiestas interminables. Quería preguntarles, entre otras cosas, que si íbamos juntos a ver el primer partido de las eliminatorias en Barranquilla para el mundial de Italia 90 que sería el próximo domingo 21 ante Ecuador.
A pesar de mis insistentes llamados, no encontré a ninguno en sus casas (bendita época sin celulares) y decidí quedarme en mi apartamento acompañando a mi esposa y a mi pequeña hija, quien estaba próxima a cumplir su primer año de vida.
Definitivamente me quedaría en casa y por ello “me arreglé” para no salir: una bermuda desteñida y raída; una camiseta de propaganda que decía “Café Almendra Tropical” y unas pantuflas desiguales cuya juventud se había vencido hacía varios lustros. ¿Al fin y al cabo quién me iba a ver dentro de mi apartamento?
Justo después de ese pensamiento, llamaron a la puerta.
-Debe ser Miguel Turbay- pensé creyendo que se trataría de uno de mis amigos. -Seguro que viene a invitarme a alguna fiesta esta noche-
No era Miguel. En la puerta, en cambio, sembrada como una testigo de Jehová, estaba una jovencita periodista que apenas hacía unos pocos meses nos acompañaba en el diario.
Ella estaba de turno. Me miró tal vez apenada por la interrupción, y me dijo con voz nerviosa:
-Creo que pasó algo en Soacha con Galán. Parece que hubo un atentado. Se habla de disparos y dicen que lo hirieron…
Sin cambiarme, atravesé la calle y con ese atuendo de vendedor ambulante en desgracia, llegué al diario y empecé a ver los informes de prensa y escuchar las noticias de radio, esperando el último boletín de las agencias noticiosas. Sin internet, el periodismo se hacía a pulso y las confirmaciones demoraban horas.
Por lo que describían algunos medios radiales, (balazos en el bajo abdomen justo donde acababa el chaleco antibalas) pensé que el líder en el que todos teníamos las esperanzas para construir un nuevo y mejor país ya debía estar muerto. Un frío me recorrió la espina dorsal. Al parecer, el día iba a cerrar igual de tétrico que como empezó: en la mañana ya había tenido que editar la nota sobre el asesinato del coronel Valdemar Franklin Quintero en Medellín, un hombre que luchó con denuedo y valentía admirable contra el imperio maldito de Pablo Escobar.
Llamé a un equipo de periodistas de apoyo para que llegara al diario ante la magnitud de la noticia y antes de que alguien apareciera, ya se confirmaba lo peor: cuando las manecillas del viejo reloj de la sala de redacción caminaban lentamente hacia las diez de la noche, se dio la trágica confirmación de que Galán, el líder en el que todos creíamos, había muerto.
Luis Carlos Galán Sarmiento no fue un político cualquiera. Su envidiable facilidad expresiva y el profundo conocimiento que tenía de la compleja problemática de Colombia hizo que los jóvenes, escépticos, empezaran a movilizarse en torno a su nombre para la presidencia del país.
Galán, como ningún otro, se atrevió a denunciar en plena plaza pública en medio de sus calurosos discursos y también en el recinto del Congreso, la infiltración corrupta y asesina de las mafias del narcotráfico en la política y en la sociedad de un país que no se reponía de la cadena de muertes y violencia que hoy se recuerdan con horror.
Según las informaciones que vomitaba la radio y los cables de las agencias de noticia, minutos después de que subió a una la tarima hecha de tablas, los asesinos, mezclados con la gente que seguía al político, dispararon en repetidas ocasiones apagando para siempre la vida de aquel que estaba llamado a ganar las elecciones y convertirse en presidente de Colombia para el periodo 1990-1994.
Galán, como ningún otro, se atrevió a denunciar en plena plaza pública en medio de sus calurosos discursos y también en el recinto del Congreso, la infiltración corrupta y asesina de las mafias del narcotráfico en la política y en la sociedad del país.
Mientras procesaba toda esa información, caí en cuenta que aún no me había comunicado con el director del diario: Juan B. Fernández Renowitzky quien llevaba décadas al frente del periódico y el que me había enseñado prácticamente todo lo que sabía a mis escasos 24 años. Tenía que informarle, pero Fernández Renowitzky (apellido que aprendí al fin a escribir correctamente después de un memorando por haberlo redactado mal) no respondía las llamadas y ni en su casa daban razón de él. Traté entonces de localizar a su hijo, pero fue inútil. Llamé a un directivo del diario que me dio luces: el director del periódico estaba en el Country Club en el matrimonio de una importante dama de la sociedad barranquillera.
Sin pensarlo dos veces, me monté en el vehículo del diario y le ordené a Pedro Acosta, el veterano conductor con alma de reportero, que me llevara raudo al Country Club. Acosta no dejaba de hablar y ya en sus disparatadas frases, había “descrito” lo sucedido en Soacha. -Qué vaina- me dijo de pronto. – La mafia mató a Gaitán- Nunca supe si lo decía en broma, o si había confundido inconsciente los apellidos, pero preferí quedarme en silencio para evitar un nuevo discurso no deseado.
Llegamos en un suspiro. El guardia nos detuvo a la entrada y me confirmó que, en efecto, el señor Fernández Renowitzky sí estaba en el salón principal como invitado al matrimonio que allí se celebraba, pero que de ninguna manera me dejaría entrar “así”.
– ¿Así? ¿Cómo así? – le pregunté indignado.
Entonces caí en cuenta que estaba “vestido” de forma espantosa con esa camiseta de propaganda que, además, tenía un hueco sobre la manga. Traté de esconder los pies para que no se notara que las viejas sandalias no eran iguales.
Sin pensarlo dos veces, me tiré literalmente del carro. Corrí como alma que lleva el diablo seguido por el guardia que me gritaba frenético que me detuviera. Tropecé con dos meseros y alcancé a escuchar el estrépito de las copas rotas y pude ver, allá al fondo, la entrada del gran salón de donde brotaba la música de un merengue de moda.
Abrí las puertas de par en par justo en el momento en que el guardia me ponía las manos encima. Seguí caminando y lo arrastré hasta el salón dónde la música se silenció de repente y doscientos pares de ojos me miraban con espanto. No sé de dónde apareció la impecable figura del director quien me miraba entre aterrado y disgustado, pidiéndome sin hablar, una explicación.
Me desprendí de un tirón del guardia y arreglándome con toda la dignidad del mundo mi camiseta de propaganda y mientras me ajustaba la roída bermuda que trataba de deslizarse sola, grité:
¡Mataron a Galán!
Un silencio de sepulcro llenó el recinto. Las risas y la música se apagaron para siempre. Uno a uno, los respetables invitados al matrimonio y todas las figuras públicas que allí estaban, fueron saliendo del lugar.
La fiesta acabó cuatro horas antes de lo esperado. – Vamos a trabajar- dijo el veterano director en tono sombrío mientras yo empezaba a contarle los últimos sucesos. Después, en el auto, nos envolvió un silencio profundo. Ambos estábamos pensando en el titular de la historia. Uno que nunca hubiéramos querido escribir. Iba a ser una larga noche. De esas en las que la tristeza y la desesperanza nos acompañarían a cada minuto.
La misma que a veces nos sigue persiguiendo, treinta y dos años después.
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