Por Anuar Saad
Se da por descontado que todos los jóvenes que cursan su último grado del bachillerato esperan ansiosos finalizar su ciclo escolar. Y suponemos que una de las razones es, por supuesto, ingresar a la universidad para cursar la carrera de sus sueños y titularse como profesionales.
En el imaginario colectivo, la situación debe seguir siendo así. Pero en la realidad, esas que arrojan las cifras de las universidades privadas y públicas del país, la situación es totalmente distinta: desde 2017 hay menos estudiantes ingresando a la universidad y este fenómeno, que ha disparado todas las alarmas, tiene su raíz en diversas causas. “Ahí viene el lobo”, puede oírse a lo lejos.
Esta generación de jóvenes que hoy nos asombra (muchachos que hacen cosas que nosotros hacíamos después de los veintitrés años) por su creatividad sin límites; el manejo a la perfección de las nuevas tecnologías; el ser protagonistas activos en redes sociales, esos mismos que han hecho que, incluso, las más estrictas reglas de un hogar sean “revisadas”, muchas veces ni siquiera les atrae (como debería) ingresar a la universidad. Tal vez el reflejo de un familiar titulado, que lleva años trabajando a sueldo de miseria; o el de un amigo de otro amigo que después de inundar la ciudad con hojas de vida, maneja un “Uber” pueden desestimular algo que debe ser prioritario, no solo para su desarrollo, sino el del país: una educación superior de calidad.
A pesar de que las cifras indican que menos jóvenes han terminado el bachillerato y se han inscrito para las pruebas Saber 11, analistas han puesto el foco del problema, más allá de lo demográfico (familias de altos estratos que hoy tienen menos hijos), en que el asunto podría tener que ver con esta nueva generación de nativos digitales: para los centennials cada vez es menos llamativa la educación tradicional. Y esto puede ser comprensible ya que ellos (adolescentes actuales desde los 14 a los 18 años) son los únicos que nacieron en pleno auge de la tecnología digital: en vez ábaco, usaron una tablet y jamás jugaron a pleno sol: lo hacen embebidos en los intríngulis interminables de las redes. Son jóvenes que han vivido una vida entre lo real y lo virtual, mediada por toda clase de dispositivos móviles y pantalla de última generación.
Virtualidad: ¿la solución?
Una publicación de la revista Semana a mediados de este año señaló que “… En 2018, en el mundo había 101 millones de usuarios registrados en las plataformas de MOOC (Cursos en línea Abiertos y Masivos, por sus siglas en inglés) y cerca de 900 cursos en más de 900 universidades en 2018, según datos publicados por Class Central, un motor de búsqueda especializado en educación en línea. Y por supuesto, la dinámica no es ajena en Colombia”.
Otra cifra sobre la que los rectores de las universidades del país deben sentarse a reflexionar, es que la educación virtual en distintas áreas del saber tuvo un exponencial aumento de matriculados: casi un 99 por ciento más de estudiantes, que se contrapone al decreciente número de matriculados en los programas tradicionales que se ofrecen.
La educación en Colombia ha estado concebida por siempre como una extensión de lo que necesitan las empresas. Su oferta está basada en lo que supuestamente ellas cada día requieren y marcan así el ritmo de la aparición (o desaparición) de programas académicos. Un círculo comercial al que la nueva generación de muchachos con edades a ingresar a sus estudios superiores poco los atraen, porque no encuentra en el pensum académico tradicional ni en los detallados currículos universitarios, las asignaturas con las que han soñado desarrollar habilidades específicas.
Reinventarse, una necesidad
¿No es hora entonces de repensar de manera urgente los nuevos grupos de interés que tiene esta generación de jóvenes que esperan algo más de las instituciones de educación superior en Colombia?
La respuesta a qué es lo que quieren puede darnos el punto de partida de esa “reinvención” de la que la Asociación Colombiana de Universidades, Ascun, plantea desde el refuerzo a la extensión, la diversidad en ofertas de becas, convenios para doble titulación, pasantías internacionales y subsidios y alianzas estratégicas con el sector privado. Todos ellos, puntos necesarios para ir trabajando en pro de más matriculados. Pero dinamizar el currículo, aumentar la flexibilidad, enfatizar en lo esencial y disponer de tecnología de punta, puede inclinar la balanza para la matrícula final entre una u otra institución.
Las carreras profesionales de cinco años de duración (con excepción de la medicina) están revaluadas en el mundo. Hoy, en Europa y Estados Unidos, hay carreras profesionales entre los tres y cuatro años. ¿Por qué no es posible acortar la duración para el grado profesional en una carrera de cinco años para que finalmente solo dure cuatro? ¿Qué plus diferencial puedo ofrecer a estos jóvenes que han crecido con una nueva visión del mundo y una nueva forma de relacionarse con los demás?
Mucho ’tilín tilín’
Si revisamos las cifras, podemos llevarnos más de una sorpresa. Y una que puede sonar escandalosa es la que arroja el SNIES que pone en evidencia que si bien el número de estudiantes inscritos a las universidades del país aumenta, los que efectivamente terminan matriculados, es considerablemente bajo.
Y las dramáticas cifras tienen su primer antecedente en el 2017 donde para el primer semestre se inscribieron casi un millón trescientos mil estudiantes, pero finalmente se matricularon menos de quinientos mil. El factor económico también juega en esto: un bachiller que terminó con carencias económicas su ciclo escolar, deberá sufrir el triple para costearse la educación universitaria. Es por eso que el “ciclo tradicional” se rompe. Ese que dictaminaba que “primero te profesionalizas y después trabajas”. Hoy es común que el estudiante que termina su bachillerato empiece a insertarse en el mundo laboral, con la esperanza de poder costearse, con su trabajo, la educación.
La dinámica cambiante de la economía y el distópico comportamiento de una nueva generación que busca “algo más”, parecen tener contra las cuerdas a las universidades tradicionales que hoy enfrentan un difícil momento para mantener el punto de equilibrio.
Los gritos de “¡Ahí viene el lobo!” se siguen escuchando cada vez más cerca. Es por eso que las universidades deben implementar nuevas dinámicas y atractivas estrategias que les permitan ganar el interés en esta nueva camada de jóvenes, para hacerles sentir que una buena educación no solo es necesaria, sino que es la mejor herencia con la que se defenderán toda la vida.
No vaya a ser que primero llegue el lobo.
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