18 de abril de 2024

Superhéroes, o el retrato de la insignificancia humana

Por Edgardo Herrera Marrugo, Especial para Hora en Punto

Nunca supe por qué siempre he detestado a los súper héroes, a esos personajes indestructibles de las tiras cómicas, también a los héroes bíblicos, y luego en el bachillerato a los insufribles héroes griegos con su parranda de dioses y su publicidad renacentista. Los detestaba, con esa  temprana sensación de que algo no andaba bien, con esa aguda convicción de los niños de que a ese cuento le faltaba una parte. Pero no me malinterpreten, no detesto per se a las tiras cómicas, ni a la biblia ni a la cosmogonía helénica, me refiero tan solo a la figura del héroe, a ese complejo personaje tan alejado de la naturaleza humana.

Los miraba en la tele, a supermàn y a toda su ralea, escuchaba sobre sus hazañas en los sermones de la iglesia, sobre como David venció a Goliat y todo eso, los estudiaba en clases de historia, los leía con necia curiosidad en los páquitos que compraban mis hermanas en el puesto de revistas. Los héroes estaban en todas partes. Cada vez que algún amigo resultaba herido, fracturado o cortado en las andanzas por la calle, me preguntaba qué diablos pasaba. Nuestra piel y nuestros huesos eran tan frágiles que frente a cualquier golpe se veían afectados, mientras que a esos tipos los pateaban, los ametrallaban, los  explotaban y salían orondos los hijueputas como si nada les hubiese pasado. Nuestra inerme humanidad se veía arrodillada ante la figura de estos personajes extraordinarios. Pero ¿Y nosotros? — Me preguntaba, ¿Nosotros qué?

Con el tiempo todo empeoró. Las lecturas, la cotidianidad, ¡por Dios! la jodida secuencia de los días en un país como este, eso no se lo deseo a nadie, esa es la porción de realidad suficiente para dejar de creer en pendejadas. Pero no comprendía porque diablos la gente aún se emocionaba con sus Thores y sus Iron Mans y sus Hombres Verdes. No podía entender la cruel simbología de retratar la insignificancia humana y subestimar el poder absoluto de la cotidianidad, de esa insuficiente y frágil potestad que nos permite soportar el paso de los días sin otra cosa que este endeble armazón de huesos condenado a podrirse.

En conversaciones sobre el tema salieron a relucir los ambiguos conceptos del estímulo, del arquetipo,  y el más inquietante de todos, el de la inspiración.  

¿El ser humano necesita imaginar las hazañas de estos seres sobrenaturales para llenarse de confianza?

Aquella noche, con varias cervezas calentándome las orejas, mientras el imbécil que mencionó la palabra inspiración parloteaba sobre lo que había significado Tarzán, y Arandú, y el pato Donald en sus años infantiles, yo recordaba a aquel pescador que lanzaba la atarraya en el rio con una maestría increíble, yo lo observaba fascinado cuando de entre sus manos se escapaba aquella telaraña fantástica que se llenaría de peces. Recordé por igual sus dedos gruesos tallando un trozo de madera, caballos y tigres surgían ante mis ojos y yo me preguntaba cómo diablos lo hacía. Maldita sea —me dije —no hay más súper héroe para mí que él, solo un imbécil en una confortable oficina echándose pedos toda la tarde piensa en el anillo de linterna verde o en el marica del hombre araña bajando y subiendo paredillas.

Pero no me malinterpreten, lo repito, respeto el llamado Noveno Arte, a los dibujantes y artistas plásticos que crean estos personajes, el dibujo y el texto que acompaña a la tira cómica, narrativa dibujada que en ocasiones va acompañada de humor negro y sátiras existenciales. Pero detesto, lo admito, al burócrata detrás del artista, a ese que pretende dirigir su arte, que lo absorbe, que lo convierte en un mero signo de capital.

La tira cómica y el cinematógrafo son contemporáneos, datan de 1800, dos artes que se funden dos siglos después bajo la batuta del gong monetario y crean hordas de imbéciles. Para mi pesar, los héroes han regresado con mayor ímpetu. Puedo respetar la visión comercial de tipos como Stan Lee, que se hacía el marica y se daba cuanto pantallazo podía en los filmes de sus personajes. Esos famosos cameos que a los fanáticos les encantan. De acuerdo, eso lo puedo entender y respetar, al fin y al cabo es un excelente negocio, la plata es el verdadero Dios del mundo, nunca lo olviden. Pero me rio cada vez que veo a algún imbécil llevar una camiseta con un personaje de Marvel, un mestizo anodino de estos lares  que no sabe cómo va a pagar el arriendo de este mes, yo en su lugar pensaría urgentemente en cambiar de superhéroe, en cambiar de inspiración.

En el llamado primer mundo la gente acampa en las afueras de un cine para entrar primero a ver una puta película del superhéroe de turno, acampan por igual afuera de una tienda de Apple para comprar el último IPhone. ¿El primer mundo?  ¿En serio? Déjenme a mí en mi pequeña y hedionda ciudad subdesarrollada.

Me he preguntado qué diablos pasa conmigo, por qué no puedo solo seguir la corriente y escuchar sin alterarme aquel animoso debate de si Acuamán era más fuerte que Linterna Verde. Lo he intentado, créanme, he visto series animadas con mis hijos, Anime japonés por lo general. Miraba de reojo a mis hijos cada vez que el hijueputa de Gokú se trasformaba en súper Saiyayin, percibía su emoción frente al televisor y comprendía que la vida es irónica, que todo aquello que pretendemos controlar escapa de nuestro control.

Cierto día, en busca de algo en la sala mientras ellos miraban su programa favorito, apareció un anciano en la pantalla que llamó mi atención. El viejo le miraba las tetas sin disimulo a una japonesa sexy que caminaba semidesnuda. Yo les pregunté a mis hijos que quien era ese. Ellos respondieron en coro: es el maestro Roshi papi.

Sí, tuve que aguantar la risa. Recordé mis tiempos infantiles cuando me despertaba temprano cada sábado y veía fascinado la caricatura de Tom Sawyer. Ese  viejo en la pantalla era un personaje autentico, nada de esas huevonadas de Micky Mouse ni el pendejo del pato Donald.

Maldita sea —me dije —algo está pasando, yo podría llevar una camiseta con el rostro de este viejo hijo de puta y no sentirme tan mal. Creo que todavía hay un poco de esperanza.

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