23 de abril de 2024

–Los oficios de la gente (1)– En los zapatos de un zapatero

Por Clarissa Pertuz y Aurora Folgoso*, Especial para Hora en Punto

Debo expresar mis más sinceras condolencias a aquellos que sufren por no tener a la mano a un “médico” capaz de devolverle la vida a esos zapatos que los han acompañado en sus momentos más significativos. De otra manera, agradecerle a Oscar Mendoza, Carlos Zúñiga y a todos los que aún se dedican a ser zapateros, por no dejar morir este oficio que hoy en día se enfrenta a la era más desechable de la historia. 

Y es que vale la pena recalcar la importancia de ambos en esta labor para ejemplificar una manera de reinventarse en el tiempo. Los dos son zapateros a domicilio; salen a buscar los clientes mientras decenas de sus colegas se sitúan en el parque Santander de Sincelejo, a la espera de que sus asiduos clientes lleguen hasta donde ellos. 

¡Eeeeeeelllllll za-pa-te-ro! Así, apoyándose en el artículo “el” y dividiendo las sílabas, Carlos entona la frase con la que anuncia su paso mientras camina todos los días, menos los lunes, un trayecto de 8 kilómetros, o hasta donde los achaques de la trombosis lo dejen.  Por su energía y la fuerza de su voz le promediaba unos 40 y tantos años, pero vaya sorpresa que me lleve, cuando con todo el orgullo del mundo me dijo que en el mes de junio cumple 58.

Cinco días tuve que madrugar para poder ver el rostro de este hombre, mientras llevaba escuchando su voz desde que tengo uso de razón. Como caminaba tan rápido, siempre que acentuaba la mirada hacia el sonido que produce su  cántico, lo  que alcanzaba a ver era un hombre moreno, alto, que llevaba un bolso reposado en su espalda, mientras le guindaba por el excesivo peso de sus herramientas.

–¡Señor! – Gritamos al unísono mi mamá y yo

–¡Señoritas! – Respondió enérgicamente mientras se dirigía a nuestra casa.

Cuando llegó, le “disparé” la verdad: quería hacerle una entrevista.

Sin dejarme terminar de explicarle, el hombre, con cara de pesar murmuró muy quedo: “Mi hijo salió en el periódico hace ocho días porque me lo mataron los mismos compañeros”, dijo  pensando que lo había llamado para que hablara sobre ese suceso.

-¿De verdad? – solo atiné, asombrada, a decir eso.

-¿Usted cree que yo jugaría con eso?, le voy a mostrar el recorte – Me dice mientras esculca en su bolso negro – Aquí está, este es mi niño, Carlos Zuñiga Tovar, mi hijo-  Enunció él sin quebrantarse ni un solo segundo.

Sorprendida por el hecho de presenciar una actitud de entereza, de gallardía y resistencia frente a tal situación de desconsuelo, me tragué mis condolencias y las reemplacé por un sinfín de imaginarios conmovedores, en donde me respondía a mí misma la pregunta que debí hacerle a Don Carlos desde el principio. 

–¿Y usted como puede trabajar siendo tan reciente esta lamentable tragedia? – Pregunté.

–Necesito plata para viajar hasta Cartagena y averiguar porqué y quiénes me mataron a mi hijo – Me contestó – Si este oficio me permitió sacarlo a él y a sus hermanos adelante, sé que también me va a ayudar para no dejar impune la muerte de mi niño – finalizó. 

Superó el incómodo silencio cuando jocosamente dijo: “tráigame los zapatos que voy a arreglar y empiece a preguntarme lo que necesite saber, que a pesar de que no puedo modular bien y se me olvidan las palabras, me gusta hablar”, dijo. Y la verdad, era que se le notaba ¡barranquillero tenía que ser!  Era lo que pensaba mientras lo escuchaba relatar los detalles de sus hazañas como zapatero, como padre y como hombre. 

El barrio Santo Domingo lo vio nacer, lo crió y le enseñó este trabajo, sin embargo, la zapatería no fue su primera fuente de ingreso. Llevaba cinco años trabajando en la policía cuando lo trasladaron para la sabana sucreña, al municipio del Roble, y justo cuando la entidad lo quiso reubicar de nuevo, encuentra el amor y decide quedarse a pesar de perder su trabajo. Saber de zapatería fue su apoyo, lo que le permitió volver a empezar lejos de su hogar una nueva vida en la que los lamentos no pesaban tanto como las bendiciones que aún continúa recibiendo gracias a esta labor.

«Este hombre de cincuenta años, mediana estatura y piel trigueña, desde pequeño se ha dedicado a coser y pegar. Su padre adoptivo le enseñó, y por mucho tiempo. estuvo trabajando en un taller como ayudante hasta que decidió independizarse, desempolvar la bicicleta y recrear una ruta que se convirtiera en la esperanza de tener el pan de cada día haciendo lo que más sabe: arreglar zapatos«

Todos los días, durante 27 años, estuvo tomando un bus a las seis de la mañana. para dirigirse a Sincelejo, ni el mal clima lo detenía, ya que todos los días, sus hijos, su ex mujer y él necesitaban comer. Al llegar a la capital de Sucre, su recorrido iniciaba en la terminal, hasta las tres de la tarde porque si pasaba de esa hora, no le alcanzaba el tiempo para tomar el bus hacia su hogar.

Aun con todos los gastos que trae un nuevo día, Carlos pudo darles educación a sus hijos. Tenía cuatro, su hija mayor es jefe de enfermería, su segundo hijo trabaja en el área de comunicaciones de una empresa, el tercer hijo era policía, y tiene una niña de 11 años que acaba de iniciar sus estudios de secundaria. Hoy solo le quedan tres, pero a todos les ha inculcado el amor por estudiar, ser mejores personas cada día y trabajar honradamente para que la vida pueda premiar esos sacrificios. 

No pudo cumplir sus sueños de ser abogado, aunque siempre quiso dedicarse a ese trabajo. La última vez que intentó fue en el año 2016 cuando tenía 53 años, no obstante, el discriminatorio sistema no le permitió actualizar las pruebas ICFES y sin esos resultados no lo dejaron ingresar a ninguna universidad. La verdad el simple hecho de ser tan persistente y demostrar tenacidad frente a sus sueños, lo hace un ser humano de admirar. 

Con Oscar la experiencia fue corta y menos emotiva, aun así, destacó el simple hecho de salir todos los días desde las siete de la mañana. en su velocípedo a toda marcha mientras recarga su peso y el de un antiguo maletín con varios punzones, un par de tijeras, hilos de distintos colores y la infaltable goma blanca en su parrilla trasera. Él pasa bien tempranito, silencioso, ni siquiera la bicicleta emite algún sonido, lo que significa que solo quienes conocen su labor pueden solicitar de sus servicios. 

Este hombre de cinco décadas, mediana estatura y piel trigueña, desde pequeño se ha dedicado a coser y pegar. Su padre adoptivo le enseñó, y por mucho tiempo estuvo trabajando en un taller como ayudante hasta que decidió independizarse, desempolvar la bicicleta y recrear una ruta que se convirtiera en la esperanza de tener el pan de cada día. 

Sin embargo, tanto él, como Carlos prefieren trabajar en los corredores de las casas dado que anteponen soportar ese sol intolerable que identifica a las ciudades de la costa, mientras sean visibles para todo el que pase por la calle. De esa manera, ellos mismos exhiben su trabajo y se convierten en una propaganda viviente de lo que podrían ofrecerle a quienes necesiten desenterrar calzados a punto de irse a vivir por siempre en el olvido.

Pese a eso, no se sienten cómodos mientras el dueño de los zapatos les está inspeccionando el trabajo, ya que algunos se toman la atribución de exigirles una forma precisa de hacerlo sin saber lo más mínimo de remendar. “Me ha pasado que cuando me ven insertando el punzón por fuera del zapato, creen que les va a quedar un hueco en la suela, sin saber que el hilo va a tapar ese pedazo”, comentó Don Oscar.

Igualmente, cuando estaba charlando con Carlos, llegó una vecina a echar un vistazo de su trabajo y fui testigo de uno de esos juicios de los que tanto me habló aquel otro hombre. 

–Buenos días, ¿estás desempolvando los zapatos? –Dijo irónicamente.

–Buenos días, sí señora –Le contesté cortante.

–¿Y por qué no cose esos zapatos por dentro, señor? – preguntó 

–Yo tengo unos que necesito arreglar ¿Usted cuánto cobra? – volvió a consultar mi vecina.

–Depende, tengo que verlos- alegó Don Carlos.

–Bueno, después se los muestro porque ahora voy de afán, pero a mí no me gusta que los cosan por fuera. 

Luego de que se retirara la señora, me preguntó:

–¿cómo pudo ser capaz de opinar sobre mi trabajo si no demoró más de cinco minutos observando? 

Fue allí cuando caí en cuenta lo cotidiano que logra ser para ellos las intromisiones ignaras carecientes de empatía que los rigen a alejarse de sus clientes en el tiempo que se toman haciendo el trabajo. Además de eso, confesó que una de las secuelas de la trombosis es la condición de decir irreverencias incontrolables que no tienen en cuenta el momento, el lugar ni la persona para prorrumpir. 

Quien tenga la experiencia por tantos años de trabajar en este oficio, generalmente se demora 20 minutos entre pegar y coser un zapato, pues ese fue el tiempo que empleó Don Oscar; El señor Carlos por su parte me contó que antes de que pasara por ese episodio de ACV (accidente cerebrovascular), contó que también se tardaba ese lapso, pero debido a la parálisis que le quedó en el lado derecho de su cuerpo le resulta doloroso después de un tiempo el movimiento que hace su muñeca al zurcir. Ahora mismo, tarda alrededor de 40 minutos, pero eso sí, entrega el calzado en perfecto estado. 

Ninguno de estos personajes ha considerado la posibilidad de dejar este trabajo en vida, por el contrario, alardean que, si pueden dedicarse a ello hasta su último suspiro, lo harán en honor a todos los años que gracias a la zapatería pudieron sobrevivir en este país tan desigual, indiferente y disímil con los trabajos informales y las necesidades que el privilegio no distingue. Arreglando los daños del uso, Oscar Mendoza, Carlos Zuñiga y todos los zapateros remendones en vía de extinción que aún le siguen demostrando a la gente lo útil que resultan, no han dejado sepultar este oficio perdido en las fauces de la modernidad que poco a poco está más cerca del purgatorio.

*Clarissa Pertuz y Aurora Folgoso son estudiantes de la asignatura de Crónica de la Universidad Autónoma del Caribe.

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