¿Resurgirá de las cenizas el emblemático monumento del que se hunden sus últimos restos? ¿Dejarán morir lo que fue un monumento arquitectónico nacional?
Por JAIME DE LA HOZ SIMANCA, especial para Hora en Punto
Dicen las noticias oficiales que, en el mes de octubre, después de la pandemia (?), se iniciarán los trabajos de recuperación del muelle de Puerto Colombia. ¿Será cierto este nuevo anuncio en favor del turismo? En su tumba, Cástulo Molina debió moverse de un lado otro, feliz con la noticia, pero con una sonrisa de escepticismo que siempre mostró en vida. Me acuerdo que hace un par de lustros estuve con él, y de repente señaló la punta del muelle con su bastón, y sentenció que lo primero que se hundiría en el mar sería la casilla carcomida a la que nadie llegaba, y que en tiempos de gloria funcionaba con sus dos plantas: la de arriba, adornada con banderas de diversos países que ondeaban al viento mientras los buques se acercaban hasta el atracadero; y, la de abajo, con sus oficinas de correo, la sala de espera, los chequeadores y el resguardo. Seguidamente, Cástulo se apoyó en el bastón y caminó dos metros para vaticinar que del muelle algo quedaría a flote, pues se construyó con hierro y acero a prueba del tiempo, pero frágil y abandonado frente a la indiferencia que acabó con su existencia.
Cástulo Colina rememoró los tiempos de esplendor del muelle de Puerto Colombia en el que trabajó durante varios años y por el que lamentó el estado ruinoso de su final.
Hasta su muerte, Colina fue incrédulo frente a los anuncios de remodelación y de rescate de lo que fue declarado monumento arquitectónico nacional, pero que, desde hace muchos años, no es más que un pasadizo de cemento resquebrajado al que los turistas se asoman temerosos en medio de la oferta de decenas de vendedores que alzan la voz ante el abandono. Por eso, Colina prefirió imaginarse el día del juicio final del atracadero de sus amores, y describir su derrumbamiento, antes que pensar en una hermosa obra reconstruida en cemento y madera de pino con barandas brillantes. Además, iluminada en las noches y transitada ida y vuelta por turistas del mundo que escuchan el eco de porros y fandangos, mientras en esa especie de garita ubicada en el otro extremo, experimentados guías explican las razones del desembarco del presidente Enrique Olaya Herrera a principios de los años 30 del siglo pasado, y la aparición de inmigrantes judíos que con los años fueron conformando una comunidad que hace once años agradeció a Colombia por haber permitido su ingreso a través del histórico sitio.
La familia Colina estuvo ligada estrechamente a la historia del muelle. Primero fue Manuel Antonio, abuelo de Cástulo, un venezolano emprendedor que llegó al Puerto de Sabanilla en 1875 y terminó trabajando con el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros, quien aparece en los registros historiográficos como el constructor de la estructura. Luego, apareció Juan Antonio, padre de Cástulo, quien ayudó a terminar el muelle de concreto en 1924 después de desempeñarse como ayudante durante varios años. Y el último de los Colina fue Cástulo, quien murió casi a los cien años con su memoria intacta y unos recuerdos a los que no escaparon ni el color de los sombreros Borsalinos de los italianos que descendían de los buques en las primeras décadas del siglo XX, ni el nombre de las fragancias que exhalaban las mujeres francesas que caminaban durante varias horas por los alrededores de la estación del pueblo antes de seguir mar adentro en busca de otros mundos más exóticos.
El 15 de junio de 1893, siete años antes de comenzar el siglo XX, fue inaugurado el muelle de Puerto Colombia. Dicen los historiadores que el famoso vals Sobre las olas, del compositor mexicano José Policarpo Rojas, se constituyó en el fondo musical de aquel acontecimiento que habría de marcar el florecimiento del Municipio en ciernes.
Hoy, veinte años después del inicio del XXI, varias decenas de hombres y mujeres se arremolinan en la entrada del viejo muelle para comentar lo que ha quedado de esa inmensa mole de concreto armado que está al borde de su última muerte. En estos días el vals es apenas una referencia que aparece en los viejos textos que cuentan la historia de Puerto Colombia. Ahora sólo se escucha, los fines de semana, los temas de Richie Ray y Bobby Cruz, mezclados con las champetas y vallenatos que se ahogan entre sí en medio del estrépito musical que resuena en las decenas de casetas que configuran un pasillo de entrada hasta la puerta del muelle.
Alrededor de esa entrada merodean hombres y mujeres que se consideran los principales damnificados. Entonces, surgen de todas partes más fotógrafos con cámaras instantáneas para el recuerdo de los turistas; vendedores de bebidas que intentan atraer forasteros hacia las casetas; artesanos que nadie sabe de qué parte que ofrecen pulseras hechas con semillas de ojos de buey y atractivos canutillos de plástico; vendedores de frutas y guías frustrados que prefieren contar gratis sus historias ante la ausencia de clientes interesados en un pasado del que la memoria se aleja. Esos guías son los que repiten sin cesar que al comenzar el año 1888 se habilitó un muelle de madera que a los pocos meses las embestidas del mar destruyeron para siempre; que la terminación de las obras de los tajamares de Bocas de Ceniza, en la desembocadura del río Magdalena, en 1936, representó la primera muerte del muelle de Puerto Colombia; que por allí llegaba un ferrocarril que garantizaba la conexión con la legendaria Estación Montoya, ubicada al lado de la Aduana, en el corazón de Barranquilla; y que ahora —también repiten—, asisten a la última muerte de lo que fue, en tiempos lejanos, el tercer muelle más largo del mundo después del South End y el Southport, ambos de Inglaterra.
El muelle de Puerto Colombia va más allá de la historia y trasciende los nombres de Francisco Javier Cisneros, John B. Dougherty, Joe Matheus, entre otras insignes figuras que participaron en su construcción. Esa mole que penetra el mar es más que la música cubana que llegaba en los buques después de largas travesías. Antes del penúltimo anuncio de la apertura, el muelle era una enorme pasarela que permitía el golpe de brisas y una vista ensoñadora de las olas que comenzaban a formarse. Hay que recordar que por ese muelle transitó el escritor José María Vargas Vila, el iconoclasta que vino a recoger sus pasos en los años finales de la primera década del siglo XX. Pero, hay que evocar, asimismo, el impacto que produjo el muelle en muchos visitantes europeos que decidieron quedarse a vivir para siempre en el viejo Municipio.
Y recordar, de una vez y para siempre, que ese muelle y su mar fueron la inspiración de Meira Delmar, la gran poeta de América que cantó al mundo desde Barranquilla con la remembranza del muelle que transitó muchas veces, y con la nostalgia de un mar que exaltó en su poesía, así:
De tanto quererte, mar,
el corazón se me ha vuelto marinero.
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