
Crónica viajera/ Anuar Saad
Ahí sigue, con su nombre de mujer, recostada sobre el Mar Caribe, y esa altivez que la mantiene intacta. La Habana, capital plagada de encantos y contrastes, dueña de no sabemos qué, pero capaz de atraer a miles de turistas que deambulan, ansiosos y derretidos por el sol, buscando el resquicio perfecto para inmortalizar, mediante disparos fotográficos, las mejores imágenes que se ocultan entre los recovecos que unen a la vieja con la nueva ciudad.

Desde la distancia se podría decir que la ‘Isla de los mil nombres’ continúa igual a sus años de gloria; además, que es todavía una remembranza o un recuerdo fijado en la memoria de los siglos. Pero, en detalle, cuando empiezas a caminar la gran Avenida del malecón, su Centro histórico y el Paseo del Prado, percibes el deterioro de su arquitectura republicana, columnas descoloridas, capas de pintura que, como viejo maquillaje, se van diluyendo en el asfalto; aunque, detrás del resquebrajamiento, prevalezcan las joyas en bruto: edificaciones que, restauradas, podrían regresar a La Habana el esplendor de sus tiempos idos.

En Cuba no existe una realidad terminante. Nada es totalmente blanco o negro. El cubano anhela más oportunidades: se siente atrapado en un presente indescifrable. Eso sí: reconoce los logros de la revolución; se enorgullece de su educación y la salud; de sus glorias deportivas; de su música y tradición, pero mientras habla de todo eso, hay segundos, como coletazos amargos, en los que expresa una desesperanza así de grande.
VICISITUDES DE UNA NUEVA JUVENTUD

La juventud reclama un cambio más grande y acelerado que los sitúe en consonancia con el mundo. Son los mismos jóvenes que, en las noches holguineras o habaneras, se toman los cabarets, tatuados en arco iris, motilados al estilo de futbolistas europeos, enfundados en prendas nike o adidas y esgrimiendo celulares de alta gama. Todos, con excepciones, tienen la cultura norteamericana a flor de piel, esa misma que les hereda un familiar suyo que vive en Miami y que, de paso, les provee de lo que es imposible conseguir en la Isla.
La década de los 90 en Cuba fue conocida como el “período especial”, el cual se caracterizó por severas exigencias que se originaron en la caída de la Unión Soviética, en 1991. El derrumbe

del apoyo económico de la URSS puso a prueba la templanza y el aguante del pueblo cubano que le tocó resistir las peores prohibiciones y restricciones de su historia que derivaron en una peligrosa escasez.
¿AVANCE EN MEDIO DE LA CRISIS?
La crisis en sectores coyunturales, como el agrícola, la energía eléctrica y el transporte, forzaron la gradual apertura de la Isla, especialmente en un turismo que hoy deja fuertes divisas al país y una economía informal y subterránea que garantiza la subsistencia y alienta cierta esperanza: ya pueden arrendar sus casas a los visitantes, poner al servicio “paladares” (restaurantes magníficos camuflados entre las vetustas fachadas) y, además, vender su vivienda o comprar vehículos último modelo si las condiciones lo permiten.

A pesar de los reclamos al gobierno central cubano por parte de un amplio sector de la comunidad habanera, la histórica ciudad sigue mostrándose al turista como una población encantadora, habitada por un especial señorío que ni el cambio de ideología le ha podido quitar. La Habana, y en general la Isla, sigue siendo bella, con esa misteriosa belleza antigua que subyuga al turista europeo, canadiense, norteamericano o hispanoamericano La educación permanece intacta y al alcance de todos. Taxistas, músicos, meseros, vendedores ambulantes, conserjes, amas de casa y jubilados, coinciden en que no padecen por atención en hospitales y que, a pesar de que el subsidio alimentario que otorga el Gobierno es insuficiente para mantener una familia, ahora hay más oportunidades, luego de que “Cuba se abrió al mundo, y el mundo se abrió a Cuba”.

EDUCACIÓN Y CULTURA
La cultura en La Habana es peste: desde que el visitante aterriza en el Aeropuerto Internacional ‘José Martí’, hasta que se relaciona con sus habitantes y comerciantes callejeros, se sumerge en la cordialidad del habanero que está siempre presto a ayudar. Ese mismo habanero que también se lamenta de que un médico gane 60 dólares al mes y que su estudio no le sirva para aspirar a un mejor vivir.

A pleno sol, esta capital resplandece en sus parques, plazas y callejones gracias al encanto de la música que se filtra por todos sus rincones: grupos musicales en parques, restaurantes, sardineles y sitios icónicos, como “La Bodeguita del Medio”, le recuerdan a usted que está en un Caribe que, a pesar de las afugias, no ha perdido su fascinación rítmica.

SON Y ALGO MÁS
Para los jóvenes, el son es casi un aire desconocido. En las noches, el reguetón –como en casi todo el mundo– hace de las suyas y se cuela por la piel, e invade los salones musicales hasta hacer vibrar a estos veinteañeros engominados y saltarines, mientras los grupos autóctonos quedan relegados a presentaciones más privadas y selectas. El arte y la creatividad aflora a cada paso en medio de una cambiante ciudad que salta bruscamente de lo antiguo a una modernidad que reclama protagonismo: sus amplias avenidas, sus parques en perfecto estado y sus pasajes –como el del Prado– son escenarios multiculturales en que el arte se expone en todas sus expresiones. Pianistas, pintores, saxofonistas, artesanos y cantantes melancólicos captan la atención del transeúnte que, a cambio, deja unas monedas a su paso o intercambia euros por pequeños lienzos cruzados por mil colores.

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