19 de abril de 2024

Cartagena en cuarentena: una pintura surrealista

El tapabocas, al cual no te acostumbras, no te deja respirar: se te empañan las gafas y el sol parece sacado del cuadro de Dalí, “La persistencia de la memoria”. Qué buen título para estos tiempos, porque ahora solo cabe recordar. El tiempo ha adquirido otra perspectiva, hasta los relojes han perdido su utilidad.

POR EDGARDO HERRERA MARRUGO, Especial para Hora en Punto

Cartagena tiene un tinte especial, a pesar de su sempiterna corrupción política. Su síndrome anacrónico de joya de la corona, ese falso orgullo al mostrar a los turistas la herencia pagada con el dolor de los ancestros, sus plazas saturadas de “poetas” y “artistas” y de gente que le fascina conversar con extranjeros aunque estos les saquen el cuerpo, de esa expresa fascinación por el mar y el caribe sin poder distinguir, más allá del bonito paisaje, el cordón de miseria que rodea a esta joya decrépita.

A pesar de todo, y para alguien que llegó a esta ciudad a los doce años, a Cartagena se le empieza a amar y a estar en ella justo como a una novia fea: poco a poco.

El cuadro de Dalí, “La persistencia de la memoria”

Con la elección del alcalde William Dau, todos sentimos un gran alivio. Se pensó que el cambio se estaba gestando por fin. Todos sentíamos ese ánimo que William, el tractor, irradia, con esa manera particular de decir las cosas y de expresar todo como se le viene en el momento.

Pero de pronto surgió lo inesperado: un virus venido de allá lejos, de la China, amenaza con exterminar a todo el mundo, y eso dio pie para que los detractores del alcalde sintieron que era su momento. Pensé que estábamos jodidos: Dau, con intención de cambiar el quehacer político de la ciudad, pero con obstáculos por doquier, incluso, los de la misma naturaleza.

Desde entonces, desde que el virus y sus consecuencias empezaron a ser cosas del día a día, todo se modificó, menos las salidas impetuosas del alcalde: llamó ratas a las directivas de la Universidad de Cartagena, señaló a los corruptos con nombre propio, visitó los centros comerciales con su tapabocas diciéndole a la gente que dejara de pendejear y que se largue para su casa, en fin, Dau era el mismo, a pesar que con el paso de los meses, mientras el virus tomaba fuerza, algunos de sus colaboradores en dependencias de la Alcaldía, continuaron con las antiguas prácticas de tratar de cazar contratos a dedo.

La “cosa cultural”, que se pensó tendría un manejo diferente en esta administración, es igual o peor que las anteriores: pensando en hacer fiestas de noviembre, con personas dirigiendo bibliotecas y centros culturales sin ningún conocimiento sobre el tema; pidiendo asesorías gratuitas a gente del medio para improvisar eventos virtuales que recuerdan a Cervantes para repetir como loros aquello de: … ”En algún lugar de la mancha del cual no quiero acordarme…”

En fin, Cartagena en cuarentena es algo digno de una pintura surrealista, peor aún si sufres de insomnio, y un hijueputa carretillero pasa a las seis de la mañana pregonando sus verduras golpeando la carretilla. Es en ese momento que te levantas de la cama y le mientas la madre. Recuerdas que hay que comprar cosas pero te percatas que hoy no es tu día de salir y los domicilios te cuestan el doble. El tapabocas, al cual no te acostumbras, no te deja respirar: se te empañan las gafas y el sol parece sacado de un cuadro de Dalí, “La persistencia de la memoria”, creo que se llama. Que buen título para estos tiempos, porque ahora solo cabe recordar. El tiempo ha adquirido otra perspectiva, hasta los relojes han perdido su utilidad. 

Te levantas y te provoca ir a tomarte un café a la calle, piensas que ahora pagarías gustoso los precios absurdos de un Juan Valdez, lo harías, antes que tomar esa agua sospechosa que venden los tinteros venezolanos y que te pone la diabetes activa. Tienes ganas de salir; recuerdas con nostalgia el humo de los carros, la charla Insulsa y la música insufrible dentro de un taxi,  el olor indescifrable del casco de los mototaxistas, por no mencionar los recuerdos agradables que te hacen los días más largos y las noches eternas.

Te levantas y te provoca ir a tomarte un café a la calle, piensas que ahora pagarías gustoso los precios absurdos de un Juan Valdez, lo harías, antes que tomar esa agua sospechosa que venden los tinteros venezolanos y que te pone la diabetes activa. Tienes ganas de salir; recuerdas con nostalgia el humo de los carros, la charla Insulsa y la música insufrible dentro de un taxi,  el olor indescifrable del casco de los mototaxistas, por no mencionar los recuerdos agradables que te hacen los días más largos y las noches eternas.

La cuarentena ha sido complicada, pero aún se guarda cierta esperanza en William, el tractor. Queremos ver realmente ese cambio, la ciudad se lo merece, no queremos escucharlo denunciando lo que ya se sabe, o utilizando el gastado “lenguaje inclusivo” de todas y todos y los discursos progresistas del momento. Lo que en realidad se necesitan, son acciones. Aunque la cuarentena, el virus, y todo esto de los últimos cinco meses, me ha enseñado que después que se disipe el humo, todo estará igual: la humanidad ha sufrido guerras y pandemias y siempre todo siguió igual, incluso, aún peor.

Los discursos para que funcionen deben ir acompañados de cierto desapego, despojarse de la emoción particular. Pienso un poco en la cultura japonesa y la impasibilidad aparente a la hora de hacer cosas cotidianas.

En fin, a pesar de todo, siempre he necesitado del caos y dar una mano a la oscuridad sin soltar a la luz. Me resulta complicado creer en discursos, y nada me gustaría más que guardar el tapabocas, el alcohol, y olvidar para siempre el gel antibacterial y poder ver a la gente en la calle sin temor alguno, y,  por supuesto, que William Dau cambie su plantilla “anticorrupción” por algo más coherente con los hechos y sus discursos.

No sé si sea mucho pedir, pero después de todo estamos en cuarentena, y en esta cuarentena uno siempre piensa pendejadas, sobre todo, si ya no se sabe qué hora ni qué día es.

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