O P I N I Ó N / POR ANUAR SAAD
Érase una vez, un pastorcito que llegó agitado a la mitad de la plaza y, en medio de jadeos, empezó a gritar a todo pulmón: – ¡Ahí viene el lobo, ahí viene el lobo! – Pero el anunciado lobo, nunca llegó.
La escena se repetiría a través de los años con argumentos agregados que trataban, de alguna manera, sembrar más terror. Aparte de que seguían con la perorata ya gastada de que “venía el lobo”, añadieron algunas otras variantes a la frase original: – Te va a expropiar tu cabaña- decía – Seremos otra Venezuela- gritaba, refiriéndose con ello a la empobrecida y devaluada aldea vecina.
Incluso, Temama, una especie de revista que solía tener circulación y alta credibilidad pero que desde hacía un tiempo naufragaba en caída libre como el Titanic, dedicó varias de sus portadas al lobo: el lobo deformado como si estuviera poseído por un demonio; el lobo denominado con adjetivos descalificativos; el lobo perdiendo la carrera contra otras especies, y figuras reconocidas de la parroquia que decían, en plena portada, que “el lobo jamás llegaría”.
Después de eso, la aldea decidió hacer un frente común: los que estaban a la derecha, más allá de la derecha y un gran numero de los que se arrecostaban al centro, e incluso, unos pocos distribuidos a la izquierda, se sumarían a religiosos recalcitrantes, empresarios millonarios y numerosos activistas del “llevaytrae” que conformaban verdaderas redes sociales motivados por un solo objetivo: acorralar al lobo y hacerlo desistir, a como diera lugar, de llegar al centro de la plaza.
Varios cazadores perdieron la batalla tratando de detenerlo: un cultivador de fico, una especie de planta ornamental que crece rápido pero que se estanca muy pronto, naufragó en las turbulentas aguas y terminó en medio de la taruya de un río embravecido. Un alquimista conocido como “El Tibio”, cuyo lema preferido era “ni fu ni fa”, fue literalmente aplastado y según dice la leyenda, su espíritu se pasea por el pueblo en busca de su identidad perdida. Incluso, el más veterano de todos, el mismo que se ufanaba de haber eliminado a enemigos solo a punta de coscorrones y de quien se decía era hábil para cazar todo tipo de alimañas corruptas, terminó dando una heroica pelea que, finalmente, aceptó perder.
Y fue así que, cuando casi todo el pueblo se refugiaba en la esperanzadora realidad de que unidos vencerían al lobo, este se plantó cuando menos lo esperaban en la mitad de la plaza, antes de las seis de la tarde un domingo de junio.
Hombres, mujeres y niños, se refugiaron aterrados en sus cabañas para ver, desde lejos, lo que ese animal podrá hacer con sus fieras dentelladas. -Nos tragará de un bocado- gemía alguien. -Mañana tendremos que hacer fila para comprar huevos y queso- dijo muy bajito otro. – Seguramente se vengará de todos los que apoyamos a los cazadores- expresó uno de ellos al borde de las lágrimas mientras se persignaba ante un cuadro de la Virgen María, que hace unas semanas había sido agredido por el cazador veterano en uno de sus fieros embates para cazar al lobo.
Pero el lobo no arrasó con las casas. Ni siquiera amenazó con expropiarlas. No declaró guerra contra sus perseguidores y ni siquiera atacó la forma ancestral en que se manejaba la economía de su aldea. El viejo cura del pueblo se santiguó cuando escuchó, claro y fuerte, decir al lobo que hacía un llamado a la unión y a combatir el odio y la polarización.
-¡Nos está engañando¡ empezó a gritar uno por allá, a la extrema derecha, mientras que el sembrador de fico, aún más despelucado después de la paliza recibida, balbuceaba sin poder ponerse en pie, que “seguiría la lucha”. Minutos más tarde se dio lo inconcebible: uno a uno, aquellos que llevaban años persiguiéndolo, esos mismos que trataron de cazarlo, los que compitieron duramente para evitar su llegada, fueron saliendo de sus cabañas dispuestos a no hacer más oposición. Dispuestos, muchos tal vez, a construir una nueva y mejor historia y otros, oportunistas, dispuestos a no quedarse con los bolsillos vacíos y ver si sus alforjas, ya vacías de mermelada, podían volver a ser llenadas.
Fue entonces cuando el legendario lobo, hizo lo impensable. Dicen quienes estuvieron allí, y que juran y perjuran que lo relatado es cierto, que todos se creían presas de una alucinación colectiva. ¡Nadie podía creerlo! Él, el mismo lobo del que se decía había visto la luz en un paraje de la costa, pero del que otros afirmaban que lo había hecho en las montañas del país, invocó al Gran Espíritu. En medio de la incredulidad colectiva, invitó a Furibe, un ancestral y enérgico líder quien había gobernado con mano de hierro la aldea en dos ocasiones, pero al que no le dieron el premio a la paz por falta de un corazón grande, a que se reuniera con él para hablar sobre las problemáticas que aquejaban a la aldea.
Pero como todo buen cuento, este debe tener un final inesperado. Y ¡vaya si lo tiene! El legendario líder, últimamente refugiado en sus inmensurables tierras del Caribe, el mismo que acaudaló, producto de sus indiscutibles aciertos y también de sus errores una controvertida sabiduría sobre su visión de aldea, aceptó ir a la reunión con el que, hasta entonces, fuera su más enconado rival.
Pero no todos vivieron felices y comieron perdices. Por ahí se escuchan aún los gritos guturales de Mafélica quien no deja títere con cabeza: “…ese gordo marica viajando”, escupe contra su antiguo aliado y se va lanza en ristre contra sus líderes ancestrales y antiguos dirigentes y, por supuesto, contra el lobo del que augura que pronto “sacará sus garras”. También, una paloma, con alcance de águila y agresividad de buitre, lanza un graznido herido por las manifestaciones de diálogo: extrañan la guerra. Los bramidos en el “lleva y trae” social y temen que, por fin, la pesadilla de los “castrochavistas” se haga realidad.
Mientras tanto, los vecinos de allá y de más allá, y los del confín del mundo, recibieron con tranquilidad la noticia de la ascensión del lobo. Y por ahí, en medio de caminos que unen veredas, Juan Pueblo sonríe viendo lo que considera “un cambio” y pensando que, de verdad, la democracia es el bien más preciado.
Y es la que el lobo tiene la obligación de preservar por siempre.
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