
Por Carlos Sourdis Pinedo, especial para Hora en Punto
Practicar el periodismo sin teléfonos móviles, sin cámaras digitales, sin programas para diagramar y sin internet, carajo, ¡sin internet!, es lo que hoy podríamos llamar estar “a ciegas”.
¿Cómo lo hacíamos? Se pregunta uno cuando de repente se descubre atrapado en el paleoperiodismo, ese periodo de la historia que finalizó hace poquísimas décadas y durante el cual no existían los teléfonos
celulares, ni las cámaras digitales, no existían los procesadores de palabras, ni los programas para diagramar las páginas… ¡no existía internet!
Y sin embargo, cada 24 horas ahí estaba, puntual, contra nieve, viento y marea, con un tiraje de ochenta mil ejemplares diarios aproximadamente (según lo ameritaran los hechos noticiosos del día anterior); ahí estaba repleto de noticias frescas impresas en tinta que manchaba de negro la yema de los dedos de los lectores.
Y nadie, ni los periodistas que se veían obligados a hacer en vivo sus entrevistas o a penetrar una densa y formidable maraña de intermediarios para localizar a través de las líneas telefónicas fijas a sus entrevistados, ni los diseñadores provistos de reglas, escuadras, lápices y machotes en sus mesas de dibujo, ni los miembros del departamento de fotocomposición con sus bisturíes dispuestos a hacer trucos de prestidigitación sobre acetatos transparentes, ni los encargados de fundir y re fundir el plomo en medio de una temperatura infernal los pequeños lingotes con sus caracteres invertidos que servían como moldes para imprimir las noticias, ni los laboratoristas trabajando a tientas como murciélagos en cuartos oscuros que debían revelar, fijar y sumergir en baños metros y metros de películas al día, ni los reporteros gráficos que se veían obligados a esperar hasta el final de este proceso para ver el resultado de su trabajo, ni los heroicos mecánicos encargados de mantener a punto, calibradas, engrasadas y rodando a las rotativas… repito: nadie, nadie, sentía que hubiésemos realizado una hazaña o una proeza todos los días.

Era simplemente el trabajo diario común y corriente para tener cada día listo otro periódico que los lectores pudieran leer mientras desayunaban o iban en el autobús o eran conducidos por sus choferes particulares hacia sus trabajos, o en los escritorios de las oficinas.
Sí, es cierto que los doctores faraónicos practicaban trepanaciones para hacer intervenciones neurológicas miles años antes de Cristo, o que hace poco más de cien años las palabras que escribías se demoraban en llegar meses a sus destinatarios cuando las cartas iban a bordo de barcos sometidos a las impredecibles condiciones climáticas, o que antes de Gutenberg, nada más tenían acceso a la lectura aquellos privilegiados en cuyo poder caían copias de libros escritos a mano por monjes que dominaban la escritura.
Pobre consuelo. Porque lo que importa siempre al fin y al cabo, es el ahora y el aquí.
Y es ahora, cuando por descuido no has pagado a tiempo la factura de la compañía que te provee de los servicios de más de cien canales de televisión satelital y te suministra el Internet, ahora, al mismo tiempo que por terrible casualidad – y en fiel cumplimiento con las implacables leyes de Murphy– (una de las cuales parece ser que las desgracias vienen siempre en parejas o tienden a acumularse en tandas de a tres o más)—tu precioso Smartphone ha tomado una ducha poco saludable -¡mortal! – ya que hace unas horas ha caído bajo el chorro de agua del lavamanos y no hay secador de pelo que lo arregle y descubres que el viejo truco de sepultarlo debajo de varias libras de arroz crudo tampoco sirve para extraerle la humedad y hacer que la pantalla vuelva a funcionar…

Este es el triste momento en el que parece que hubieras sido transportado en una máquina del tiempo hasta una época remota de un pretérito casi que medieval y de pronto prehistórico, hasta lo que al comienzo de este texto llamé como “paleoperiodismo”.
Y es también entonces cuando te das cuenta de que, tal vez, sí era una hazaña, una proeza, un acto casi mágico, un verdadero milagro, hacer a diario un diario. Practicar el periodismo sin teléfonos móviles, sin cámaras digitales, sin programas para diagramar y sin internet, carajo, ¡sin internet!, es lo que hoy podríamos llamar estar “a ciegas”.
¿Cómo era eso posible? Intenta explicárselo a cualquier periodista nacido en los noventa y verás lo difícil que resulta.
¡Intenta explicártelo a ti mismo, que ya eres un dinosaurio y todavía recuerdas cómo era la vida en los tiempos del paleoperiodismo!
Y comprobarás que es tan difícil como explicárselo a quienes recuerdan que el internet siempre ha existido en sus vidas y que siempre han estado acostumbrados a digitar (jamás a discar) un número para que un aparato suene y vibre instantáneamente en el bolsillo de la persona con la que necesitas hablar, o a que el computador en el que escriben les revise y les corrija su ortografía, o a transmitir, no solo sus fotos, sino sus videos desde el famoso “lugar de los hechos” y verlos publicados y distribuidos entre el público consumidor de noticias cinco minutos más tarde.
¿Cómo era posible aquello? ¿No lo habré soñado?, pienso ahora mientras echo de menos el sencillo acto de acceder a una página web que me permita hallar una imagen para ilustrar gráficamente aquellos tiempos del paleoperiodismo porque no hay internet en casa (y porque mi celular tuvo una infortunada experiencia subacuática) ¡en casa!…que es el lugar de donde hago periodismo desde hace varios años, a veces sin moverme o sin desplazarme siquiera un metro para hallar a las personas que me suministren la información que necesito, o para encontrar yo mismo esa información (y ni siquiera para pasar las facturas de cobro y recibir a tiempo mi dinero)
¿Cómo era posible?
¿Cómo era posible que aquello fuera posible?
La verdad, no lo sé. Pero lo hacíamos. Lo hicimos. Todos los días.
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