La historia del gol ante la Selección de Alemania, contada en la forma en que se vivió dentro de la sala de redacción del diario El Heraldo.
POR ANUAR SAAD
Aunque era martes, y casi medio día, el ambiente de trabajo dentro de las instalaciones de El Heraldo no era el mismo. Todo el mundo madrugó a buscar noticias, hacer entrevistas y realizar trabajo de campo para poder estar libre de responsabilidades antes de las 11 de la mañana porque a esa hora, de aquel 19 de junio de 1990, la Selección Colombia enfrentaba en su último partido de la primera ronda del Mundial de Italia, en el estadio Giuseppe Meazza de Milán, a la temible selección de Alemania.
Desde mi oficina de la Jefatura de Redacción, se alcanzaba a observar toda la dinámica de los redactores que empujaban las teclas de los computadores a ritmo frenético, mientras que en algunos de los cubículos se escuchaban los comentarios preliminares del encuentro. La cosa no pintaba fácil: la Selección necesitaba por lo menos de un punto para avanzar a la siguiente ronda.
Alguien tocó el ventanal de mi oficina y a punta de señas me hizo entender que ya estaban cantando el himno nacional. Le eché un vistazo a todas las cosas que tenía por leer, noticias que corregir, despachos por editar y que sabía, tendría que revisar después de que acabara el juego.
– ¿Y es que acaso los alemanes tienen cuatro piernas o tres cabezas? – tronaba de la radio la voz de Édgar Perea tratando de infundir a los colombianos alguna esperanza sobre lo que sería el partido. Entonces dejé todo el trabajo pendiente por hacer, salí de la oficina y me acomodé detrás de lo que en aquel entonces llamábamos “el muro de la desgracia” –porque ahí colgábamos las metidas de pata o algunas caricaturas que los dibujantes del periódico hacían a costa nuestra—para ver, de pie, el juego que acababa de comenzar.
De repente, lo que hasta hacía unos minutos era el templo del periodismo de Barranquilla y del caribe colombiano, se transformó en un estadio a puerta cerrada. Todos estábamos inmóviles; como idiotizados mirando los tres televisores ubicados estratégicamente en la sala de redacción, mientras que Edilsa, la señora de los tintos, se detenía con su bandeja llena en la mitad de la redacción esperando que alguien espabilara y tomara uno. Pero nadie tomaba nada.
La inconfundible voz del “negro” Perea estallaba solitaria en la estancia, mientras que todos ahogábamos alguna obscenidad en cada descolgada peligrosa de los alemanes.
Un hijueputa así de grande se me escapó de mis labios en una atajada de René Higuita que hizo que, como por arte de magia, apareciera ahí, impecable como siempre, la figura del director Juan B. Fernández Renowitzky con su cabello meticulosamente engominado y peinado; su pantalón y zapatos blancos y un suéter Polo azul marino. Se frotaba el pecho con ambas manos mientras me decía con esa sonrisa de encantador de serpientes: -oye, oye, oye…. qué pasó, que pasó ¿cómo va el partido? –
-Cero a cero- le dije sin mirarlo justo en el mismo momento en que el árbitro del partido pitara el final de la primera parte.
Los periodistas deportivos del diario empezaron a trenzarse en una discusión sobre la estrategia del profesor Maturana. – Es que es lo de siempre: nos da miedo atacar-decía uno, mientras que otro ripostaba indignado: -No joda, no sé que partido estás viendo porque estamos jugando mejor que Alemania- Más allá, Manuel Pérez, el sempiterno cronista judicial sonreía en medio de su desconocimiento supino sobre el fútbol y murmuraba que “tanta vaina para terminar perdiendo- y en la radio, los comentaristas de Caracol nos mandaban ánimo recalcando que, hasta ese momento, con los 4 puntos –una victoria ante Emiratos Árabes y el empate que se mantenía sobre Alemania—clasificábamos a la siguiente ronda.
En otra emisora uno que se autocalificó como “el profesor del fútbol” explicaba la cuadrícula del rectángulo del juego y exponía complicadas teorías de defensa – ataque con una verborrea confusa que solo él entendía.
Cuando empezó el segundo tiempo, ya el director del periódico se había desaparecido entre los recovecos de la redacción y, otra vez, la voz de trueno de Édgar Perea lo llenaba todo en medio de las exclamaciones ahogadas de los que allí, hipnotizados, seguíamos el juego.
Tres de los periodistas ya hacían planes en qué gastarse la plata que se iban a ganar en «la polla», mientras que otros, hacían fuerza por el milagro de la victoria que les daría, además, el derecho a llevarse «el botín»,
El partido avanzó con igualdad de oportunidades para ambos bandos y se acercaba el minuto 88. Ya todos estábamos convencidos de la clasificación por ese empate a cero y los periodistas deportivos ya analizaban los posibles cruces. -Jugamos contra Camerún- gritó alguien por allá atrás con alborozo como si ese juego fuera pan comido.
La puerta de la Dirección se abrió y mientras Juan B. Fernández se volvía a acomodar junto a mi, pasó lo fatídico: Pierre Littbarski a los 88 minutos dejó muda a la redacción de El Heraldo y a toda Colombia. Había anotado Alemania a dos minutos de que se terminara el partido y la ilusión de todo un país se estaba haciendo pedazos.
Pero si bien los que estábamos detrás de los televisores llegamos a pensar que, otra vez, todo estaba perdido, los que se movían de rojo en la pantalla del televisor, por el contrario, lo hacían con más ímpetu. Recuperaban la pelota y en bloque ordenado, salían como bólidos en busca de un empate por lo que pocos ya daban un peso.
Colombia acudió a su ADN y empezó un toque toque que, por momentos, llegó a desesperar a los alemanes. La pelota le llegó a ese león del medio campo, Leonel Álvarez quien se metió en territorio alemán; tocó con Fajardo y al siguiente segundo, se dio la sonata más famosa de Colombia en un mundial de fútbol en toda su historia. El toque toque de El Pibe Valderrama con Freddy Rincón y, de pronto, ese pase al vacío al que, como un rayo, “El Coloso de Buenaventura” llegó para enfrentar al portero Bodo Illgner al que, con una sutileza descrita por Eduardo Galeano como una poesía, metiera el esférico entre las piernas del cancerbero inflando la red alemana.
-¡Gol de Colombia, Gol de Colombia, Dios es Colombiano!- gritaba en el paroxismo de la alegría Edgar Perea mientras que todos, dentro de la redacción, saltábamos sobre los asientos y tirábamos eufóricos lapiceros y cuartillas al aire.
No sé en qué momento me vi agarrando el cuello del suéter del director y lo zarandeaba de un lado a otro al tiempo que gritaba sin filtro alguno -Jueputa goooooool de Colombia- mientras que, desprendiéndose hábilmente de mi ataque de euforia, pasándose la mano por su pelo engominado y arreglándose el cuello maltratado de su Polo azul, me recordaba: -Hay que trabajar, hay que trabajar. Mañana tenemos que contar la historia.
Y la historia se contó no solo en Colombia. La contó el mundo entero, y quedó inmortalizada en los párrafos magistrales del escritor y periodista argentino Eduardo Galeano quien describió así el gol de Freddy Rincón en su libro “El fútbol a sol y sombra”:
«Fue en el Mundial del 90. Colombia había jugado mejor que Alemania, pero iba perdiendo 1 a 0 y ya estaban en el último minuto. La pelota llegó del centro de la cancha. Ella iba en busca de una corona de electrizada pelambre. Valderrama recibió la pelota de espaldas, giró, se desprendió de tres alemanes que le sobraban y la pasó a Rincón y Rincón a Valderrama, Valderrama a Rincón, tuya y mía, mía y tuya, tocando y tocando, hasta que Rincón pegó unas zancadas de jirafa y quedó solo ante Illgner, el guardameta alemán», narra Galeano.
«Entonces Rincón no pateó la pelota: la acarició. Y ella se deslizó, suavecita, por entre las piernas del arquero, y fue gol».
Lo de Galeano no fue un comentario sobre un gol: fue la poesía hecha fútbol, inspirada por un grande. Ese que se volvió inmortal con un gol agónico contra los alemanes y que forjaría, con letras doradas, su nombre en el fútbol mundial.
Ese mismo que hoy Colombia llora dándole el adiós final, pero al que nunca nadie jamás olvidará porque desde hace casi 32 años, desde aquel ya lejano 19 de junio de 1990, Freddy Rincón se volvió inmortal y hoy, más que nunca, tiene un lugar muy especial dentro de nuestros corazones.
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