20 de abril de 2024

Breve apología del cursi anagrama de Roma

Ni en las páginas más complejas de Henry Miller y Charles Bukowski se dejó de lado el poder absoluto del amor sobre todas las demás pasiones humanas.

Por EDGARDO HERRERA MARRUGO, Especial para Hora en Punto

Detesto la palabra, en ocasiones he llegado a renegar de ella, a borrarla de mi léxico, a huir de su presencia. En mis textos su aparición no ha sido favorable, por lo general, siempre ha sido un tema vedado. De manera contradictoria la leo con placer en las páginas de autores que respeto, allí, aparece sin miedo entre el artículo y el adjetivo y su presencia me intimida. La dichosa palabra se utiliza una y otra vez y mis ojos la siguen como a una pelota de tenis. Brilla entre los versos y los párrafos denominando diversos aspectos del famoso sentimiento, y este a su vez se convierte por la magia de la literatura en odio, y en ocasiones, en amargura. Para los que han tenido la dicha de leer a Pedro Salinas o a Antón Chejov, saben bien de lo que estoy hablando.

En épocas más recientes otros autores han logrado desdibujar la dichosa palabra, convirtiéndola por obra de la irreverencia y la falsa modernidad, en una fuga de la mutua indiferencia y el egoísmo, a lo que les ha dado por llamar libertad. La lista de estas obras es extensa, compleja, y en ocasiones, absurda.

Ni en las páginas más complejas de Henry Miller y Charles Bukowski se dejó de lado el poder absoluto del amor sobre todas las demás pasiones humanas. Hasta Homero le temía, y tuvo la certeza de que hasta los inmortales del olimpo no estaban exentos de ese poderoso influjo que destruyó a Troya.

La cuestión es que le temo a esas cuatro letras, me aterra su caligrafía, me llena de inquietud la facilidad con que algunos la escriben, me ponen los pelos de punta esas trampas sexuales y cosmopolitas de los nuevos autores, como si Catulo ya no tuviera a su Lesbia, como si la Beatriz de Dante no hubiera sobrevivido a los siglos, o el cuerpo sobre los rieles de la heroína de Tolstoi hubiese sido en vano.

No sé si el discurso o la técnica empleada por estos nuevos autores sea la correcta, o si quizás esa palabra por tantos aborrecida y por otros glorificada no sea en este tiempo lo que fue en la literatura anterior. Muchas veces me lo he preguntado, cuestionando mi proceder, y me culpo por reprimir en más de una ocasión esos enormes deseos de escribirla, temiendo ser otra víctima de una moda o una nueva manera de escribir.

Y me digo, en aras de escapar de cualquier influencia, que debo utilizar la sugestión, que debo hacer que nazca y reproducir el sentimiento entre las páginas pero jamás nombrarlo (tantas veces he escuchado esa vaina que ya hasta lo tomo como cierto)  Como si la palabra fuese un anatema, o quizás, horrorizado de caer bajo su influjo y terminar escribiendo cuentos amorosos del siglo 21.

La cuestión es que le temo a esas cuatro letras, me aterra su caligrafía, me llena de inquietud la facilidad con que algunos la escriben, me ponen los pelos de punta esas trampas sexuales y cosmopolitas de los nuevos autores, como si Catulo ya no tuviera a su Lesbia, como si la Beatriz de Dante no hubiera sobrevivido a los siglos, o el cuerpo sobre los rieles de la heroína de Tolstoi hubiese sido en vano.

Creo que la mejor posición ante ese hecho sigue siendo la ventana, mirar los toros desde la barrera y que sean otros quienes narren el encuentro de las bocas y los ojos ardientes. Quizás alguna vez termine cruzando esa línea, lo presiento, hay dos o tres historias que gritan por ello. Y tal vez el tiempo me regale las palabras y la manera apropiada de escribirlas. Por lo pronto me contento con esos libros inmortales que aún siguen exaltando ese poderoso e inexplicable estado, esos libros que dicen de manera cruda que nada cambia, que la materia prima sigue siendo la misma.

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