
Por Anuar Saad
Cuando Alberto, su padre, escuchó que desde el cuarto de su hijo salía una conocida melodía, entendió que Samuel estaba pidiendo pista para desenvolverse en algo que se ha convertido en una de sus más grandes pasiones: la música. Y es que a la edad en que otros niños tantearían un piano para lograr, con suerte, entonar la melodía de “Los pollitos dicen”, él, en cambio, interpretaba Tocata y fuga de Johann Sebastian Bach, misma que llega a todos los colombianos cada vez que se anuncia por televisión “El minuto de Dios”.
A Samuel, como a todos los niños de su edad, le gusta el fútbol, la música, el desorden, las malas palabras y el Carnaval. Pero a diferencia de otros, Sammy vive el Carnaval más desde los sonidos que de lo visual: Samuel no puede ver.

Sus padres, Paola y Alberto, aún se estremecen cuando relatan ese momento en que se enteraron de la condición de su hijo. “Cuando me dijeron que mi hijo no podía ver sentí que se me acababa el mundo. La primera pregunta que vino a mi mente fue ¿por qué a nosotros? ¿Qué hice mal? Y entonces enfrentamos y superamos etapas terribles: la negación de la enfermedad –esa donde creíamos que pronto podría ver—para pasar a la aceptación, que no descarta que en un futuro pueda existir un procedimiento médico que le permita ver los colores que hoy se imagina”.
Conozco a Samuel casi desde que nació. He departido en su casa y me he desternillado de risa con sus ocurrencias de genio precoz. Es capaz de imitar los acentos de todas las regiones del país y le encantan los acentos extranjeros. La búsqueda de nuevos sonidos, y su pasión por los instrumentos musicales, lo llevó inevitablemente a tomar clases de música. Pero lo que lo define, es la percusión. Y de ahí, que la champeta sea su género preferido. Esa misma que reproduce en altos decibeles en su picó que exhibe con orgullo. A su corta edad es un DJ consumado. Improvisa, anima, se mueve como el más diestro bailarín, mientras que esa sonrisa entre ingenua y pícara, engalana por siempre su cara enmarcada por rizos dorados.

Es ese mismo niño que se apasionó de la magia de la radio en Voz Infantil y que desde hace cuatro, descubrió algo que lo cautivó al instante: las placas identificadoras de Olímpica Estéreo, esas mismas que, para la época navideña resuenan en todos los rincones de la ciudad, en buses, vehículos particulares y busetas, diciendo: “¡Se sienteeeee, que llega diciembreeeeee!” o la de “Olímmmmmmmpicaaaaa…. ¡se metióoooooooooooo!” De ahí que su próximo deseo, fue conocer al hombre detrás de la voz. Y es ahí cuando conoce a Mike Char quien, además, lo invitó a grabar varias placas para la emisora. “Y Mike cuando llama, no es para hablar conmigo: es para hablar con Sammy”, cuenta Alberto resignado. Cada vez que Sammy atraviesa la puerta de Olímpica Estéreo, la emisora se paraliza. Es todo un personaje. Su sabor y alegría hace que, como por arte de magia, un día gris se convierta en una tarde radiante.

A sus 14 años es un estudiante destacado del Royal School quien goza de su aprendizaje mientras cuenta ansioso los meses que faltan para que otra vez sea Carnaval. Le fascina estar disfrazado y, cuando lo está, a su alrededor todo sabe, huele y se oye como carnaval. Mezcla en la consola sus champetas preferidas y maneja la percusión para resaltar el golpe pegajoso de la canción.
Su pasión por la ciudad que lo vio nacer, sus costumbres, modos, gestos y gustos de barranquillero nato, lo hicieron merecedor de un apodo que ya parece más su nombre: “Sammy Quillero”, el mismo Sammy que hoy orgullosamente es el Rey Infantil del Carnaval de Barranquilla.
Su padre reconoce que no es fácil manejar a Sammy. “Es un verdadero ciclón al que parece no acabársele nunca la energía”, dice con un tono que va entre la admiración y la resignación. Hace poco –relata Alberto- en un evento social al que me invitaron –donde incluso había varios colegas de la academia y el periodismo-escuché una voz a mis espaldas que preguntaba a galillo vivo: Hey… ¿quién es ese señor que está con el Sammy Quillero?
Samuel, ese muchacho de sonrisa generosa, dicharachero, guapachoso y musical que proyecta una alegría así de grande que transforma los corazones, es un ejemplo de vida. Uno que nos enseña a no sobrevivir en medio de las lamentaciones, sino agradecer a Dios por lo que tenemos y ser capaz de vivir –lo más feliz que podamos—con ello.