Sus playas, lejanas a la mundana contaminación y surcadas de palmeras altivas que se mecen al compás de una brisa fresca son de ensueño, contrastando con un mar inmensamente bravío al que pocos se atreven a retar. Palomino, uno de sus corregimientos, vive un boom turístico difícil de imaginar.
TEXTO Y FOTOS DE ANUAR SAAD
“Nací en Dibulla frente al Mar Caribe
de donde muy pequeño me llevaron;
allá en Barranca me bautizaron
y en toda la Guajira me hice libre…”
El Cantor de Fonseca, Carlos Huertas
Primero existió como Yaharo. Y lo hizo mucho antes de que los conquistadores españoles tocaran tierra en América. En su época precolombina, fue colonizada por el pueblo Tayrona y aunque su idiosincrasia se mantuvo intacta, con el pasar de los años su nombre fue cambiando: La Ramada, Salamanca de la Ramada, Nueva Salamanca de la Ramada, y finalmente Dibulla que en lengua indígena traduce «Laguna a orillas del mar»,
Recostado sobre el mar Caribe Dibulla es un municipio de casi 40 mil habitantes que hoy es frecuentemente visitado gracias a las bondades de sus playas y paisajes naturales y al boom turístico de Palomino, su corregimiento más conocido y visitado por connacionales y extranjeros.
Desde Barranquilla, a través de la troncal del caribe, se puede llegar a Dibulla en casi cuatro horas de travesía, sobre una carretera que está en perfecto estado –especialmente el tramo entre Magdalena y La Guajira– que potencia el placer de conducir seguro.
Dibulla está bendecido con la afluencia de múltiples ríos que surcan su territorio que lo convierte en un importante recurso hídrico de la región: Jerez, Enea, Camarones, Ranchería, Palomino, San Salvador, Ancho, entre otros, tienen allí su nacimiento.
Antes de llegar a su territorio, el visitante se topa con un estrecho camino de arena que a lo largo de un par de kilómetros lo conducen a un pequeño paraíso en inmediaciones de las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, que se logra ver allá, a lo lejos, en el firmamento: Palomino.
Lo primero que llama la atención de quién ingresa a Palomino, son sus sofisticados bares al aire libre; sus tiendas de café de la Sierra; sus diversos hostales –para todos los gustos y presupuestos—y un par de hoteles que te brindan todas las comodidades de cualesquiera cinco estrellas. En los lados del camino, resaltan las piernas blancas y largas de turistas extranjeros cubiertos de tatuajes; cabello largo y andar desenfadado, que tratan de hablar algo parecido al español que enredan con su idioma nativo. Se les ve felices, caminando en traje de baño, casi siempre con su pareja, y con una copa de licor o una cerveza bien fría en la mano.
A pesar de la apariencia sofisticada de los cafés, bares y hosterías que se pueden encontrar en el largo camino hasta la playa, la sorpresa más grande son los precios. Cuatro personas pueden tomar café –del mejor—postres al gusto, agua mineral y la cuenta no sobrepasa los 30 mil pesos. La atención al visitante te obliga no solo a quedarte, sino a regresar.
Sus playas, lejanas a la mundana contaminación, surcadas de palmeras, son de ensueño, contrastando con un mar inmensamente bravío al que pocos se atreven a retar.
–Este fin de semana murieron dos– me dice la señorita de ojos pardos que me atiende con una sonrisa. –Creen que las advertencias son puro cuento… ¡y mire!- me dice extendiéndome el periódico de ayer que registraba el último ahogado por imprudencia en el mar.
Dentro de los sitios de atención al público, el uso de tapabocas es obligatorio, pero en el tránsito por sus callejuelas, pocos los llevan. Y es que, a pesar de vivir en tiempos de pandemia, el paradisiaco paisaje te hace olvidar, por un momento, que vivimos tiempos de zozobra.
Kilómetros más allá, más al norte de la siempre bella Guajira, está Dibulla. Una entrada humilde, casi incógnita, poco atractiva, te recibe hasta que más adelante te sale al paso un colorido aviso con el nombre del municipio, donde todos, por obligación, se bajan para tomar esa foto que perdurará en el recuerdo. La estatua gigantesca que enaltece al burro, ese fiel compañero de labores de los primeros parroquianos se erige altivo en una rotonda a la entrada del municipio y más allá, estará su verdadero tesoro: su playas abiertas, vírgenes, rodeadas de palmeras descomunales bajo un cielo azul en el que el sol parece hacer fiesta.
El paisaje transmite paz. Las preocupaciones del día y de la existencia, parecen disiparse bajo el aullido de un viento que azota con fuerza, mientras que en los patios de las casas se reúnen a jugar dominó en familia viendo además como las bravías olas revientan contra la orilla.
Pelícanos, patos, gaviotas y un sin número de aves revolotean por la diversa geografía del poblado que, a pesar del intenso sol, es refrescado por una brisa que reconforta. Los contrastes son llamativos y evidentes: en medio de edificaciones modernas, se levantan también las legendarias casas de bahareque que tiene colgada en su entrada, una infaltable hamaca de colores.
Doña Socorro, una mujer de estatura baja, algo gruesa y de fácil expresión oral, resuelve nuestros interrogantes sobre las casas que colindan con el mar: -Este pedazo de tierra que usted ve aquí, es mi patio. El mar me ha quitado varios metros y a veces, se mete hasta la cocina cuando la marea sube. – dice doña Socorro remangándose la manta guajira para que las olas que llegan hasta ella no la moje.
Me imagino entonces a mí mismo viviendo en una casa rústica con aroma a café recién hecho, en la que pueda salir a escribir “al patio”: uno, con un mar inmenso al frente que me arrulla con el sonido de las olas.
Es más de medio día y un crujir del estómago avisa que hace rato pasó la hora del almuerzo.
-¿Algún sitio que me recomiende para almorzar? – Le pregunto a Socorro que me grita mientras se sienta frente a la mesa de dominó:
-A tres cuadras de aquí, pregunte por la casa de “Pasito”,
Resultó fácil encontrarla. En una esquina estaba el restaurante que, a esa hora, aún tenía clientes en las mesas. La atención es esmerada. Ordenamos pescado; arroz con camarón, lengua en salsa, refrescos…en fin, comida para cuatro personas abundante y de calidad a precios demasiado económicos.
A través de la ventana el ajetreo normal del pueblo se escenificaba frente a mi y comprobé que Dibulla parece un pueblo ajeno a la pandemia: casi nadie usa tapabocas y las reuniones en las terrazas, tiendas y aceras al son de la música vallenata se hacen sin protección alguna.
-Por aquí han dado algunos casos. Más que todo el año pasado, pero últimamente hay muy pocos contagios- nos dice Rosa María, mientras retira los platos de la mesa.
Desde mayo de este año la reactivación económica, jalonada por el turismo, se ha sentido en esta zona de la Guajira, donde la gente siempre tiene una sonrisa de más para regalarte. Y es ahí, donde el refrán que reza que “a mal tiempo, buena cara”, se convierte en una esperanzadora realidad.
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