19 de abril de 2024

Félis Catus

Por Edgardo Herrera Marrugo

En menos de dos años perdí tres gatos y me propuse de nuevo buscar uno por la simple necesidad de tenerlo, por la necesidad de observar su elegante movimiento y de recibir ese cariño que te brindan solo cuando es necesario. Pienso que la gente que prefiere a  estos animales son personas que en alguna ocasión tuvieron un perro, y que en consecuencia comenzaron a cansarse de sacarlos a la calle, de recogerles la mierda, y obviamente de sus ridículos meneos de cola. En suma, aquel que prefiere un gato, es alguien que disfruta del silencio.

Como dije, perdí tres gatos en diferentes circunstancias, supongo que aún tengo que aprender mucho sobre la manera correcta de tener a una de estas mascotas, aunque para mí la manera correcta no sea siempre la más apropiada. Dos de los que tuve murieron arrollados en la carretera; además de quedar bajo las llantas esos inolvidables personajes tuvieron otra cosa en común, se llamaban Tom. Al otro, a quien hubo necesidad de ponerle una inyección letal para terminar su sufrimiento, lo llamamos Monín.  

De todos ellos, ha sido al segundo Tom a quien más he necesitado.  Este animal no era de una raza reconocida, era un mestizo con el que uno de mis hijos se presentó cierta noche de lluvia. Con un envoltorio entre los brazos el muchacho entró empapado a la casa.

 —¿Qué es eso? Le pregunté.

 —Un gato.

 —¿Dónde lo encontraste?

—En el parque, parece que solo tiene unos días de nacido.

—¡No quiero más gatos! — gritó su madre desde la habitación.

—Papi —me dijo —está lloviendo, esperemos que escampe, mañana yo le busco dónde pueda quedarse.

Me acerqué al envoltorio que tenía mi hijo en los brazos y lo abrí un poco. Un sonido extraño surgió desde adentro. Pensé que aquello no podía provenir de un gato, era un silbido, una exhalación, como el sonido de alguien que ha atravesado un desierto y no tiene fuerza ni voz para quejarse.

 —¿Estás seguro que esa vaina es un gato?

 — Si, ¿por qué?

 —Se oye raro.

De nuevo me acerqué y tomé la toalla empapada en mis brazos. Lo llevé hasta el patio y lo puse en el suelo. Era una visión triste, lastimaba ver aquel espectáculo de patas temblorosas y su escaso silbido. Busqué el plato del viejo Tom que tenía como recuerdo y eché un poco de leche.

Temblando, cayéndose y volviéndose a levantar, aquella criatura se acercó al plato.

—¿Cómo le vamos a poner?

—Me dijiste que mañana te lo ibas a llevar.

 —Míralo, si lo saco se muere.

 —¿Es un macho?

 —Si, el vigilante del parque me dijo que era macho.

—Pongámosle Tom.

 —¿Otra vez?

 —Sí.

 —¿Y mi mamá?

 —Yo hablo con ella.

El gato creció, se hizo fuerte, y a donde quiera que yo fuera él iba detrás. Hasta parecía un perro, y llegué a pensar que algo andaba mal en aquel gato. Si leía él me observaba, si escribía él permanecía junto a mí, como una sombra, como el compañero silencioso que mi oficio siempre había necesitado. Le hablaba, y de alguna forma él me respondía, observándome con aquellos ojos de fuego.

Mi mujer pensó que me estaba volviendo loco, pues cuando me refería a Tom lo hacía como si se tratara de otro de mis hijos. Al volver de la calle y no encontrarlo en casa sentía que faltaba algo, ese movimiento envolvente alrededor de mi pierna, su escaso ronroneo, la dignidad egipcia al momento de echarse en el suelo a la espera de cualquier cosa.

Cierto día alguien mencionó que debíamos castrarlo. Mis hijos se alarmaron. Mi mujer dijo que era lo mejor, para evitar que Tom saliera a la calle.

Mientras todos opinaban del asunto yo observé la indiferencia natural de aquel felino y admiré sus ojos encendidos.  Me pregunté qué opinaría él de todo aquello, ¿por qué tendríamos que coartar sus aventuras nocturnas y reducirlo de esa manera en sus mejores años? Engordándolo a voluntad y verlo cada tarde tirado en el suelo como una vieja esfinge. Todos tenían razón, castrarlo era lo razonable, cualquier veterinario hubiese dicho lo mismo.  Algo similar pasaba con mi salud, mis triglicéridos me producían jaquecas y unos terribles mareos, yo disfrutaba de las cervezas y de las chuletas y fumándome uno que otro cigarrillo. En vista de que mis triglicéridos se iban hasta las nubes el medico terminó por quitarme todo lo que disfrutaba. Al final alguien termina quitándote lo que más disfrutas. Si quería proteger a Tom debía llevarlo con el veterinario, eso era lo razonable, pero había algo en él que me gritaba, esa manera suya de ronronearme cada tarde mientras salía de casa y subía a los techos vecinos, como diciéndome: no me esperes chico, voy a lo mío.

Creo que muy pocas personas podrían entender eso, al igual que aquellos que ven a alguien obstinarse en un oficio poco lucrativo y piensan que está perdiendo el tiempo, su lógica les dice eso. Y en efecto, cierta tarde Tom me ronroneó por última vez, volteó a verme y subió hábilmente a los techos vecinos. Nunca volvimos a verlo. Alguien le dijo a mi mujer que había sido arrollado por un auto. Todos me miraron de cierta forma, como diciéndome que si lo hubiese castrado Tom seguiría vivo. Y tal vez tuvieran razón, lo recomendable es castrarlos en determinado momento, pero esa regla no cuadraba en aquel gato. No iba a permitir que Tom se transformara, no quería una mentira ronroneándome en la pierna, esos ojos grises debían permanecer encendidos, él me lo había maullado en muchas ocasiones.

No me esperes chico, voy a lo mío. Pienso en eso cada vez que recuerdo a Tom, cada vez que intento construir una historia pienso en ese gris encendido de sus ojos, y me digo, luego de conseguir un buen párrafo en este oficio insolvente, que es hora de ir por una cerveza, y unas chuletas, y de fumarme un buen cigarrillo.

About Author

Compartir
Compartir