Una ligera e increíble semblanza de Merbin Barros, diomedista número uno de Colombia. La idolatría del colombiano que persiguió un saludo durante treinta años.
Por Jaime De la Hoz Simanca
— ¿Cuántos días lloró a Diomedes?
—Hasta el presente…
A Merbin Barros Díaz todavía se le resquebraja la voz cuando responde sobre la muerte de El Cacique de la Junta, su ídolo. Después, respira hasta el alma para neutralizar el llanto que estalla como una descarga ahogada. Son gemidos de verdad, lanzados con una sinceridad que contagia, y en medio de interrogantes que uno se formula al verlo despojado de toda familiaridad o de cualquier interés personal.
¿Por qué llora Merbin? Hay razones, múltiples e increíbles todas, pues la muerte de Diomedes no determinó su ruina económica ni acabó con su vida familiar ni afectó su hogar conformado por una mujer, Dianora Dovale, que lo acompaña desde hace treinta años, y dos hijos que comprendieron siempre su alegría y toleran ahora un dolor que se asoma en la orilla de sus ojos, en forma de lágrimas.
Luce una camisa a cuadros rojo y blanco, sólo abotonada abajo. La apertura, tal vez deliberada, permite ver un suéter en el que sobresale el rostro sonriente de Diomedes Díaz, el cantante de música vallenata que pareciera haberlo poseído. O, quién sabe, es una deidad con un poder de seducción tal que atrapó a su seguidor y lo convirtió en el diomedista número uno de Colombia con el propósito de que anduviera caminos entonando, una a una, las 485 canciones que interpretó el juglar, y refiriendo a su paso que el hijo mimado de La Junta es lo más grande que ha dado esta tierra de desagradecidos.
En la esquina inferior del cuello de la camisa tiene adherida una miniatura de la Virgen del Carmen, la patrona legendaria que acompañó a Diomedes Díaz hasta el momento de su muerte, el 22 de diciembre de 2013, día en el que Merbin sintió que el mundo se derrumbaba frente a sus ojos y que ya no valía la pena vivir, para qué, si su otro yo se había ido para siempre sin que él estuviera cerca para haberlo despedido con un repertorio de canciones desgarradoras.
La otra Virgen del Carmen que posee es una escultura de cerámica que guarda con recelo en el cuarto de su casa después de haber sido bendecida en Riohacha por el monseñor Zuleta. Sólo la hace visible los 26 de mayo, día del cumpleaños de Diomedes, y con la intención de que ilumine a los otros diomedistas que se arremolinan en la terraza de su residencia para celebrar el acontecimiento en medio de la música de El Cacique, de centenares de cervezas, y de breves ríos de Old Parr.
También luce una gruesa cadena alrededor del cuello y le pregunto si es de oro. Responde que no, que es de las que se están usando por ahí; enseguida anota que la que usaba Diomedes era de oro. Y clava el primer banderillazo al afirmar que lo que sí tiene es un Rolex legítimo que sólo se pone los 26 de mayo, en diciembre y el día de su cumpleaños. “Lo compré porque Diomedes usaba uno igual”, agrega.
Y lo otro que llama la atención es su teléfono celular. No porque sea de alta gama o de los que llaman inteligentes por las innumerables aplicaciones que poseen, no; es un aparato sencillo de teclas blancas, similar a los BlackBerry de antes. Pero el timbre es la voz de Diomedes que dice: “¡Mi recordado Merbin Barros, Dianora, y sus muchachiiiitos!”. El saludo forma parte de “El hermano Elías”, corte número cinco que aparece en La vida del artista, último disco compacto grabado por Diomedes Díaz y Álvaro López. Entonces, extrae del maletín una copia pirata —mandada a grabar por él— y me la entrega con el deseo oculto de que compruebe que el saludo es de verdad verdad.
Merbin no cabe de contento. Lo más grande que ha podido ocurrirle es el mensaje de Diomedes que buscaba desde hacía treinta años. Cuando lo tuvo frente a frente, por primera vez, le lanzó el cuchillazo: “Cacique, necesito que en el próximo cd envíe un saludo para su fanático”. El juglar ya lo conocía, pues Merbin lo seguía a todas partes desde que lo vio cantar, junto a Dianora, aquel lejano 1978 en La Terraza Marina de Riohacha, donde actuó con el acordeonero Juancho Rois. “Está pendiente, está pendiente”, le respondió.
Pero salía la siguiente producción y, en medio de la alegría por el nuevo suceso musical, sufría un desencanto al comprobar que en ninguna de las canciones aparecía su nombre. Cuando hubo otra oportunidad en alguna caseta a la que él asistía para regodearse con el canto encantado de su tótem, le interrogó: “Oiga, mi ídolo, ¿qué pasó con mi saludo?”. “Oiga, mi fanático, no se preocupe; para el próximo”. Y así, se sucedían los lustros, uno tras otro, sin que se cumpliera el gran sueño.
Uno de los últimos llamados que le hizo Merbin ocurrió muchísimo antes de que Diomedes grabara La vida del artista. “Ajá, mi Cacique, usted definitivamente no me va a tirar mi saludo”. La respuesta que obtuvo lo desalentó aún más: “Vea, mi fanático, le voy a ser sincero porque yo no hablo mentiras, y a mis diomedistas, menos: su saludo se me olvidó”. Merbin sacó de la manga un reclamo que sería definitivo: “¿Y por qué Samuel Alarcón no se le olvida?”. Diomedes midió el tamaño de la réplica y le dijo: “Oiga, mi fanático, yo sé lo que usted me quiere decir. Las situaciones económicas son diferentes, pero mi aprecio es igualito y tal vez el de usted sea mayor. ¡Déjese de sinvergüenzuras que yo le tengo su saludo!”.
El tiempo siguió transcurriendo, pero la resignación matizó esa especie de desconsuelo que se había atravesado en la garganta de Merbin. Hasta que el 19 de diciembre de 2012, a las cuatro de la madrugada, recibió una llamada del corista de Diomedes, Edgar Ovalle, quien le dijo: “Salga que el disco está sonando acá en Valledupar desde la una de la mañana y ahí está el saludo del hombre”.
Merbin salió como loco a buscar el cd por las calles de Riohacha. Lo consiguió a las pocas horas, pirata, y puso a sonar El hermano Elías en el equipo de sonido de su carro. Esperó ansioso mientras la canción avanzaba en medio de saludos aquí y allá. Hasta que en el minuto 3 con 40 segundos escuchó el suyo, nítido y sonoro, multiplicado por un eco que lo arrastró por universos sin memoria ni tiempo y donde su nombre, el de Dianora y sus muchachitos viajaban en un carrusel infinito, atravesando cielos y ríos teñidos de mil colores.
Entonces, detuvo el vehículo, pues las piernas empezaron a temblarle. Lloró. Fue algo así como un vagido, el mismo que ahora expresa al mirarme fijamente con unos ojos empapados de júbilo. Enseguida cuenta, entre sollozos, que fue a la iglesia para agradecerle a la Virgen del Carmen, a san Judas Tadeo y al Divino Niño, sus protectores contra la maledicencia y el rencor.
—¿Le tienen algún apodo?
—Si alguien pregunta dónde vive Merbin Barros nadie dice. Deben preguntar dónde vive Diomedito…Merbin Barros: “A Dianora la terminé de conquistar con canciones de Diomedes”. Fotografía cortesía de El Heraldo
“Mucho gusto, soy Merbin Barros”
Yo fui un pelao de buena familia, y lo digo porque es humilde y trabajadora. Mi mamá, Marta López, enviudó a los veintidós años con seis hijos. Ella hacía pastelitos y bollos de mazorca. Nosotros salíamos a la calle a vender periódicos y embolar zapatos. Con las ganancias llenábamos potecitos de lata, los cuales abríamos en diciembre para comprar la ropa y estrenar. Eso sí, nunca dejamos de estudiar.
Mi papá se llamaba Manuel Barros Benjumea, oriundo de Camarones. No lo conocí porque él se mató en un accidente cuando yo apenas tenía tres meses de nacido. Cursé la primaria en el colegio Santa Marta que dirigía Jacinta López Sierra. En esa época nació mi pasión por el ciclismo, pero no teníamos plata para comprar una bicicleta. Fue mi hermano Wilmer el que se la compró al señor Luis Carlos Molinares, a quien se la pagó con periódicos. Con ese aparatico fui campeón en 1972 y 1973. Me decían Cochisito, por mi admiración al campeón Luis Emilio Cochise Rodríguez.
Posteriormente, trabajé en el depósito Almacén San José, del difunto Bladimiro Pérez, esposo de Isaura de Pérez, de quienes aprendí muchas cosas, entre ellas la rectitud en la vida. Eso mismo le he enseñado a mis hijos, quienes han seguido las mismas costumbres y directrices. Después, hice hasta quinto de bachillerato en La Divina Pastora y me gradué en el Liceo Padilla, en 1981.
Quise seguir estudiando, pero las fuerzas no alcanzaron. Entonces, mi tío Carlos Mengual me dijo que en Corelca iban a hacer una inducción para ser técnico. Fui a Barranquilla, realicé el curso y comencé a trabajar en 1982. Tenía cinco años de amores con Dianora, mi esposa de siempre. Me casé con ella el 8 de agosto de 1987 después de haberle dado la casita a mi mamá.
A Dianora, como ya dije, la conocí en 1976, año en el que Diomedes grabó El Chanchullito, con Náfer Durán, y Tres canciones, con Elberto El Debe López. Mi pasión por Diomedes comenzó un poco después, cuando el Cacique estaba con Juancho Roys y venían a cantar a Riohacha. Al momento de verlo por primera vez me llamaron la atención sus firmes expresiones en tarima y la forma como se entregaba en cada canción. Al terminar de cantar la tanda, algo me estremeció las venas. Ayudé a bajarlo de la tarima y le dije: “Una foto para nosotros, por favor”. Yo tenía dieciséis años.
Desde ese instante, Diomedes se convirtió en mi mayor referencia musical. Ya no pude dejar de pensarlo, cantando así, hablando con sus gestos y movimientos de cabeza, y cantando con el alma. Empecé a comprar sus discos, que en ese entonces eran de acetato. También poseo muchos casetes donde están sus presentaciones en casetas porque yo seguí al Cacique desde Riohacha hasta el Amazonas.
Cuando aparecieron los cd seguí comprándolos, pero como la tecnología ha avanzado, ahora tengo una memoria con todos sus cantos y una copia de seguridad en dvd. Mi mujer siempre me ha acompañado en esta locura. Ella me conoce bien, porque a los trece años, recién venida de Guaranda, yo comencé a enamorarla. Lo primero que le dije fue: “Tú vas a ser mi novia y después mi esposa. Vamos a tener seis hijos”. Me equivoqué en lo último, porque sólo tuvimos a Merbin, Andrés y Dayana, los tres en la universidad.
A Dianora la terminé de conquistar con canciones de Diomedes. Siempre tenía el tema perfecto para ella y nunca le han faltado los álbumes o cd con una buena dedicatoria. A los bailes donde asistíamos, yo pagaba para que colocaran canciones de Diomedes y así bailar apretaíto con ella, felices de la vida, como hasta hoy. Si me enojo en casa, ella ya sabe: va al equipo de sonido y programa canciones de Diomedes. Entonces sonrío y todo se me pasa. La abrazo.
En mi cuarto tengo un cuadro gigante de Diomedes, y es lo primero que miro todas las mañanas. Compré una pantalla gigante para colocarla en el kiosco que estoy construyendo en homenaje al más grande. Ese es otro de mis sueños: el kiosco del Cacique para compartir con mis amigos y mirar sus videos y escuchar sus canciones y bailarlas hasta que el cuerpo aguante. Diomedes es todo para mí. Mi mamá me dice que si yo hubiera sido mujer le habría parido todos los hijos. Otros me dicen loco, pero yo no estoy loco, yo sé lo que hago. Ese soy yo, Merbin Barros, mucho gusto.
Más allá de la muerte del Cacique
—¿Usted piensa todos los días en Diomedes?
—¡Desde que me levanto!
De tanto mirar los videos de Diomedes, actuando en centenares de casetas, Merbin le aprendió sus gestos y la particular dicción. Por eso, encarna a Diomedes a la perfección, créalo, pues al momento de imitar se transforma y entonces uno escucha y ve al mismísimo Cacique aquí, frente a frente: “Merbin, quiero decirte que te aprecio mucho, que mis recuerdos para ti, son inolvidables y te tengo que componer una canción; no sé si sea hoy o mañana, pero va a ser con mucho gustoooooo”.
Y Merbin mueve la cabeza, igual; agita el cabello, igual; alarga y encoge los brazos, igual… Cierra un ojo y parece de vidrio, y la sonrisa: “Merbin Barros, mi seguidor”. Enseguida lo presenta con voz distinta y una solemnidad a prueba de ridículos: “Señoras y señores, voy a presentarles al más grande, el original, el único, el que ha subido peldaños y está en la cumbre del vallenato. Se llama Diomeeeedezzzz Díaaaazzz”. Ahora, Merbin es Diomedes, sube a una tarima imaginaria, se inclina ante su público, saluda hacia todos los rincones de la caseta y canta:
Me voy pero ten presente, me voy pero ten presente
Que muy dentro llevo tu imagen grabada
Eso fue lo que le dije aquel momento antes de partir
No olvides que el amor cuando es del alma
Aquel que se encuentra lejos, de allá se quiere venir
Y yo un momento de estos vuelvo
Porque es que me he dado cuenta
Que sin ti no puedo vivir…
— ¿Cuál es la canción que más le gusta?
—Sin ti. Ese es mi himno nacional.
Merbin vuelve a experimentar un arrebato de nostalgia al sentir esa especie de catarsis que le permite realizar un vuelo por el estrecho mundo de su ídolo. Dice que no puede creer que esté muerto, cómo va a estar muerto un hombre tan bueno que le regaló al mundo bellas canciones y que hizo de él un hombre feliz. Cómo imaginarlo ahora sepultado allá abajo con estos calores, como se lo advirtiera al periodista Ernesto McCausland; cómo, ¿ah, ah? En medio de sus reflexiones, le lanzo la pregunta que él pareciera esperar con una armadura de caballero medieval.
— ¿Cómo se enteró de la muerte de Diomedes?
Merbin agacha la cabeza, tal vez ora, tal vez llora. Su idolatría trasciende esta realidad que en ocasiones se torna inverosímil. Eso le importa un bledo, pues su mayor gozo lo constituye la sombra de aquel juglar que lo invadió por los cuatro costados y lo zarandea ahora con unos recuerdos fieles, pero dolorosos.
Sabe que fue un domingo, día que escogió para hacer un pedido de varios cd para repartirlo entre sus compañeros más allegados. Después de aquella acostumbrada acción, rumbo a casa, recibió una llamada del ingeniero Néstor Cuello, otro seguidor de Diomedes, quien le dijo:
—Merbin.
—¿Qué más, ingeniero? ¿Cómo van las cosas?
—Nada, te llamo para decirte que murió Diomedes…
—Oiga, cómo así que murió Diomedes. Dígame qué necesita… Se va a cortar la comunicación.
—No, Merbin, se murió Diomedes.
—¡Usted tan viejo y se va a poner igualito que los otros mamadores de gallo!
—Merbin, en esa clínica trabaja la hermana de la mujer mía y ella fue la que me llamó para decirme que murió Diomedes.
—¿Cómo así, ingeniero?
Entonces, la voz del ingeniero se tornó ronca, minutos antes de que estallara en un llanto de resoplidos tristes. Y Merbin, acá, con su propio llanto, con resuellos, gruñidos y jadeos, pero con la esperanza recóndita de que Diomedes, señoras y señores, está vivo y el próximo fin de semana se presentará en la tarima de la Terraza Marina cantando “Sin ti” y saludando a todos con su sonrisa a flor de labios.
Diomedes Díaz estaba muerto y a esa hora Valledupar comenzaba a arder en medio de la desesperación de un gentío que se movilizaba hacia todos lados sin saber adónde. Merbin llamó a su esposa y le preguntó:
—Oye, mija, ¿qué pasó?
—Sí, papi, murió Diomedes.
Cuando llegó, su casa estaba llena de familiares, amigos y curiosos, los mismos que asistían puntuales cada vez que Diomedes lanzaba una nueva producción discográfica, para festejar junto a Merbin, quien sacaba las cien camisetas estampadas con la imagen de su ídolo y las entregaba a todos mientras comenzaba la rumba y las canciones se repetían una y otra vez hasta que el sol se venía caminando de entre las montañas de la Sierra Nevada y se situaba en punta encima de mi Riohacha del alma.
En silencio, aquellos visitantes que parecían fantasmas le dieron un sentido pésame, pues conocían el tamaño del dolor. Esa noche no pudo dormir. Fueron tres días de duelo en Valledupar, pero no pudo viajar enseguida porque el turno en el trabajo se lo impidió. Sólo el 29 de diciembre partió con uno de sus hijos rumbo a la tumba del Cacique. Allí estuvo, rezándole con devoción y jurando que Diomedes seguiría siendo Diomedes, porque él se encargaría de seguir difundiendo sus canciones y adorándolo en el kiosco de sueños.
— ¿Qué le faltó de Diomedes?
—Nada. Mi sueño era el saludo y me lo mandó días antes de su muerte. Ahora yo también puedo morir tranquilo.
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