3 de octubre de 2024

Cuando los ojos se apagan

Por JAIME DE LA HOZ SIMANCA, Especial para Hora En Punto

Lo último que vio Manuel Alba Olivares fue el maravilloso gol de Maradona en el Mundial de fútbol de 1986. Después, sobrevino la ceguera que todavía lo acompaña en medio de las penumbras de una vida feliz.

 En Los hijos de los días, el escritor Eduardo Galeano escribe que Manuel Alba pide prestados los ojos a sus amigos. Y allí mismo explica que la última imagen que vio este joven, invidente hoy, fue la de Diego Maradona en el Mundial del 86 realizando cabriolas fantásticas y pases de torero que culminaron con el segundo gol con que Argentina derrotó a Inglaterra.

   El autor de Las venas abiertas de América Latina solo menciona en su texto el nombre de Manuel Alba Olivares. Y agrega, sin más detalles, que se trata de un colombiano ligado estrechamente al instante en que el diez argentino “bailando, con la pelota pegada al pie, dejó a seis ingleses perdidos en el camino”.

   Primero recibí un correo de Fernando Jaramillo –director de memorabiliaggm, el portal dedicado a García Márquez– en el que adjuntaba otro del periodista argentino Alejandro Duchini, de la revista El Gráfico, quien indagaba con desesperación por aquel joven que Galeano no solo había mencionado en su libro, sino en la presentación del mismo en la Feria Cultural de Buenos Aires.

   Me acordé haber entrevistado a Manuel a principios de la década de los noventa, cuando dirigía un equipo de fútbol en el estadio Moderno de Barranquilla. Supe que era de Juan de Acosta, un municipio ubicado a 40 kilómetros de Barranquilla, enclavado sobre colinas que parecen perderse en la inmensidad del mar Caribe. Y me enteré, además, que su ilusión era estudiar derecho, conformar un conjunto vallenato y dirigir un espacio radial.

   Los datos, fragmentados y en desorden, los entregué a Duchini, quien habló en la distancia con Manuel acerca de los pormenores de aquella mención del escritor uruguayo, gran amante del balompié y quien lamenta en su obra El fútbol a sol y sombra que, frente al mal juego escenificado en los estadios del mundo, resulten fanáticos que se pasean en las tribunas solicitando, con su sombrero extendido, “una buena jugadita, por favor”.

   Los caminos cruzados del azar me obligaron a subir las minúsculas montañas que circundan Juan de Acosta, y llegar luego al corazón de aquel pueblo histórico donde Manuel Alba es un ídolo, al igual que Ángel Alfonso Molina, autor del famoso tema El cóndor legendario, que interpretan los hermanos Zuleta: “Soy folclor, soy alegría; soy tristeza y desengaño…”.

Manuel Alba, en la entrada de su emisora en Juan de Acosta

   Aquel día

   Ahora Manuel está a mi lado. Ladea su cabeza buscando no sé qué con su vista perdida. Su voz, estentórea y rápida, se esparce con la carga ligera de los recuerdos, y su respuesta es instantánea, sin esguinces ni rodeos. Dice que en la alborada de un día del año 1986, después de dormir plácidamente, abrió los ojos y solo vio oscuridad. Un mundo de tinieblas se le derramó encima mientras en su imaginación comenzaban a danzar franjas extendidas de colores y rostros de familiares, amigos y futbolistas famosos.

   La ceguera fue gradual. En realidad, desde los cinco años debió usar lentes gruesos que le permitieran ampliar la visión, pues, de manera temprana, una extraña miopía se apoderó de su mirada. Así creció, realizando los mejores esfuerzos para descubrir el mundo que se abría frente a su vista. Se movía con la agilidad propia de los niños de su edad, y la limitación visual no era obstáculo para desempeñarse como portero de fútbol, ni para dejar de observar las espectaculares atajadas de René Higuita, su ídolo.

   El 22 de junio de 1986 se sentó frente al televisor del viejo Bienvenido Arteta para observar el partido de cuartos de final entre Argentina e Inglaterra en el Mundial de México. Imágenes en blanco y negro en su cerebro, jugadores desplazándose como piezas móviles de ajedrez, juego de fantasía, coreografía en el estadio azteca y un jugador con movimientos de ballet: Diego Maradona. De repente, los ojos vivos de Manuel vieron convertir el último gol que jamás olvidará. Lo refiere en voz baja, lo narra en voz alta y lo acompaña con los pases y los nombres de los jugadores que precedieron aquella joya del balompié.

  Tenía doce años cuando sus ojos fueron iluminados por el gol de El Pelusa. Días después, con el recuerdo del famoso gol que a veces parpadeaba en su memoria, decidió ir al desaparecido Parque Muvdi, de moda en ese entonces por sus toboganes y piscinas. Se lanzó una y otra vez, alborozado por la vida que le daba tanto, pero ignorando que el cloro acentuaba su miopía, y que los golpes contra el agua estaban cegando su vista. Ocho días más tarde, sus ojos se apagaron para siempre.

   “El doctor Gilberto de la Espriella, prestigioso oftalmólogo, me practicó una cirugía, pero fue imposible unir la retina con la córnea. Se acabó el dinero para continuar adelante y entonces todo quedó quieto. Me refugié en la casa”, dice.

   Desde ese momento sobrevino un breve calvario. Debió aprender a caminar a tientas, imaginando claridad en medio de túneles negros; soportó instantes de angustia aguda cercanos a la desesperación y la rabia… Algunas mañanas se aliviaba con los sueños, pues también aparecían en ellos la luna, el sol y las estrellas, y el mar y la rubia Catalina que lo habían deslumbrado meses antes de que se blanqueara su mirada.

   –¿Estar ciego es una forma de morir?

   –No –responde.

   –¿Qué opinas de la muerte?

   –A veces han muerto personas cercanas, pero yo no lo acepto. Vivo ese momento como si esos muertos estuvieran vivos. A la muerte no le tengo miedo, pero me angustia no saber cómo serán las cosas del mañana.
   –¿Sabes que existen automóviles para ciegos? ¿No te interesa?


   –No, no. Me interesa más bien conseguir una mujer para que conduzca ella.

   Vallenato de caché

   En la cabeza de Manuel Alba se amplían cada vez más dos breves playas que anuncian la calvicie total que sobrevendrá con el paso de los años. La voz es firme y segura. Así se siente a través de las ondas que sobrevuelan el espacio de Juan de Acosta después de originarse en la estación radial donde mantiene, contra viento y marea, un programa musical: ‘Vallenato de caché’.

   Desde su rincón de paredes encementadas, detrás de un vidrio gigante sin polarizar y al borde de un inmenso monte que se desparrama hacia el mar, Manuel dicta cátedra de música vallenata.  Su memoria elefantiásica le permiten recordar compositores de temas legendarios, portadas de acetatos sin tiempo, cantantes de ayer y hoy, versos de canciones, y las historias ocultas detrás de esos momentos de amor o de traición que interpretan los cantores del folclor.

   Cuando la noche extinguió la luz de sus ojos, Manuel se refugió en las canciones vallenatas. Fue una especie de catarsis que poco a poco eliminaron los malos recuerdos y las perturbaciones que comenzaban a atormentar su alma. El Binomio de Oro, los Hermanos Zuleta y Diomedes Díaz se constituyeron en acompañantes de su nueva vida. Por eso no olvida Sueños de conquista, composición de Rosendo Romero que canta Rafael Orozco; Adiós a la compañerita, de Poncho Zuleta… Ni a Sol y Luna, el tema que lo convenció, de una vez por todas, que Diomedes Díaz es el mejor cantante de la música vallenata.

   Sin embargo, advierte que también podría hablar de otras músicas, de otros cantantes y de otros autores; pero, prefiere que esas ocurrencias, producto de sus viejas lecturas, y las nuevas, por intermedio de terceros, sean expresadas en ocasiones especiales, en conversaciones privadas y con interlocutores de confianza. Esa es la razón que lo impulsa a tomarme del brazo y alejarse de sus amigos para decirme que algún día supo del escritor argentino Jorge Luis Borges, y se enteró de que el autor de Ficciones había quedado ciego a los 56 años después de haber escrito versos memorables de los cuales recita el siguiente fragmento:

“Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; el tiempo ha sido mi Demócrito. Esta penumbra es lenta y no duele; fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad”.

   También cuenta, ahora sí con emoción, que otro de sus grandes ídolos es el tenor italiano Andrea Boccelli. Y roba minutos a su mirada sin tiempo para recordar que Boccelli quedó ciego debido a un accidente ocasionado por el fútbol, mezclado con problemas congénitos. Enseguida remata con Leandro Díaz, ciego de nacimiento, de quien no se explica de qué manera pudo componer el siguiente verso que cita de memoria:

Si ven que un hombre llega a La Jagua/ coge camino y se va pa´ El Plan. Estén pendientes que en la Sabana/ vive una hembra muy popular; /es elegante, todos la admiran y en su tierra tiene fama.

   “A finales de los años noventa inicié el programa en la emisora Juan de Acosta Estéreo. Después me convertí en mánager y cantante del conjunto Vallenato Universal. Grabamos dos producciones y eso nos permitió recorrer varios pueblos para tocar en parrandas”, dice Manuel poco antes de regresar a su espacio radial para programar canciones de Jorge Oñate y referir su historia musical, al igual que la de sus canciones.

   En la cabina lo espera el compositor Ángel Molina, quien le enseñó a leer en los tiempos del estrabismo que, años después, habría de desencadenar la ceguera. Molina, que también le enseñó filosofía y Constitución Política, solo afirma que Manuel Alba es un buen abogado, un insigne verseador de tarima, un destacado líder de la asociación de discapacitados. Y más que eso –remata–, un hombre ejemplar que toca la guacharaca con la misma sabiduría de la que hace gala cuando habla en privado del autor de La Ilíada y La Odisea, Homero, el ciego.

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