
Por: Oscar Arias-Diaz*
Todo el que ha tenido la oportunidad de irse a probar suerte a otras latitudes entiende lo que significa sentirse lejos de todo, diferente, extraño en un lugar que te acoge pero que, al final, no es tu lugar. Para algunos, esa experiencia es un boleto para reinventarse, para empezar de cero; para otros, es un recordatorio de que, por más que huyas, tu pasado siempre vendrá contigo.
No voy a pedirle a nadie que me crea (2023), del director mexicano Fernando Frías, nos ofrece una postal de la ciudad de Barcelona desde la mirada del migrante latinoamericano, de ese migrante que, buscando nuevas oportunidades, se estrelló de frente con su pasado que se rehúsa a dejarlo ir. Se trata de una representación que va más allá de las fotos, videos o relatos literarios idílicos que tantas veces se han ambientado en la capital de Cataluña.
En clave de literatura, transitando entre las letras, la inspiración y la vida misma. Esta historia nos muestra los márgenes de una Barcelona que va más allá de La Rambla, El Park Güell, La Sagrada Familia, el museo Picasso o la Plaza España. “Barna” – como la conocen aquellos que habitan – que, como expresa la película en uno de sus diálogos, está llena de vidas rotas y personas en tránsito. Algo más cercano a lo que en realidad es la ciudad que acoge a turistas y nativos.
La historia combina comedia, suspenso y drama, mientras seguimos los pasos de un joven escritor mexicano que se encuentra adelantando estudios de doctorado en una Barcelona cruda, real y sin escrúpulos. La constante sucesión de buenas o malas decisiones son las que se suman a un torbellino de emociones que te mantiene de principio a fin en la aventura de sobrevivir ante el asedio del cazador y su presa retratado por el antagonista que es llamado solamente como «El licenciado» El mosaico de personajes retrata de una manera directa que no somos dueños de nuestra vida. Entre líneas se muestra la corrupción, clientelismo y mafia que circula en las calles en medio de las estructuras transnacionales del narcotráfico, unidas por el lenguaje y la necesidad del dinero fácil.
Luis Fernando Frías de la Parra, nacido en Ciudad de México en 1979, es un director, guionista y productor que en su haber ya marca un documental y tres largometrajes de ficción. No voy a pedirle a nadie que me crea (2023) marca su tercera película, disponible en Netflix, una montaña rusa de emociones donde no todo es lo que parece. Con su cinematografía, este director de cine mexicano parece estar buscando su propio espacio alejándose del estilo y la visión de los ya conocidos «tres amigos» (Iñarritu, Cuarón y Del Toro), leyendas del ecosistema cinematográfico en México. En contraste, Frías se acerca un poco más a directores como: Amat Escalante, Carlos Reygadas o Michel Franco. En el afán que tiene todo crítico de nombrar las cosas, – del que no estoy exento – podría decirse que se trata de la «nueva sangre» del cine mexicano.
Frías es un director frío, calculador, fresco y orgánico. Una mezcla extraña cuando vivimos plagados de obras cinematográficas que, en cierto sentido, terminan siendo desechables o pasan sin pena ni gloria, tanto en salas como en plataformas. La sucesión de planos, con un punto de vista distante y entregado al tono, nos lleva de la mano a través del viaje del héroe, que al final del día termina tan mal como comenzó. Así, el director nos muestra que los héroes distan mucho de aquello que nos ha vendido Hollywood por años. Así, la pantalla termina siendo un dispositivo para acercarnos a la visión de alguien que seguirá abriendo el camino para otros directores de cine de tierras lejanas a las realidades de un Hollywood que hoy se encuentra en un momento de transición y que, citando a las Hermanas Wachowski de Matrix (1999), parece que Zion va a reiniciarse otra vez, con nuevos héroes y villanos.
Estamos en tiempos de fiesta, pero ¿a qué costo? Con todo el ánimo de ofender, muchas veces, en estos tiempos la televisión no ofrece gran cosa para ver y las plataformas se convierten en el refugio de aquellos solitarios. La obra de Fernando Frías y el viaje que ofrece y nos mantiene en el borde del asiento, mientras somos meros espectadores de una cruda realidad, es una interesante apuesta para entretenernos en estos días de vacaciones.
Uno de los principios del suspenso, es no mostrar de manera explícita la información en pantalla. Tal vez, Hitchcock lo sintetizaba claramente con la frase «una película es como la vida sin los momentos aburridos.” La vida sigue y espero que, si estas líneas marcaron un camino, busquen en Netflix este título de alguien que parece apostar all in en el juego de póker que se ha convertido hacer cine en cualquier lugar del mundo. Con momentos aburridos y momentos interesantes.
Lo bueno: Acercarse al suspenso y llevar de principio a fin la tensión dramática para cerrar con un flagelo que se encuentra presente en la mayoría de las sociedades a lo largo y ancho del mundo. Este director mexicano sigue cosechando una carrera estable, envidiable y productiva para muchos directores en Latinoamérica. Me incluyo dentro de los que envidian, pero me sumo a su grupo de fanáticos que esperan su próximo largometraje.
Lo malo: Se utiliza un formato 4.3 para denotar encarcelamiento tanto de la historia como de sus personajes, pero, al final ni quita ni pone.
Lo inolvidable: La historia se resuelve con dos temas de problemática social vigente en gran parte del mundo. Los ladrones seguirán siendo ladrones y al final justos pagan por pecadores.
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Comunicador Social y Periodista-Universidad del Norte. Master en Dirección Cinematográfica-Universidad de Barcelona. PhD en Comunicación-Universidad del Norte.
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