19 de abril de 2024

La mujer de las 5 mil autopsias

La conocen más por los apodos de la ‘rajamuertos’, la ‘comemuertos’ o la ‘golera’. Dice que esos apelativos corresponden a la manera como se presenta: «Yo soy Sonia, la señora que raja los muertos».

Por JAIME DE LA HOZ SIMANCA, especial para Hora en Punto

Sonia Lucía Bermúdez Robles sonríe y enseguida me invita a la última habitación de su casa, donde están escalonados cuarenta ataúdes. Dentro de una hora subirá dos al platón de su Ford 4 x 4 e irá en busca de los cadáveres de un par de N. N. que sepultará en su propio cementerio, un inmenso lote que le invadió a la Alcaldía Municipal de Riohacha para que reposaran allí los restos de indigentes y difuntos sin dolientes que aparecen cualquier día en un recodo barroso de la ciudad o en algún acantilado, con el pecho agujereado, después de recibir vaya a saber cuántos balazos.

Esta mujer tiene 57 años y desde los 13 practica autopsias y embalsama cadáveres. Anoche estuvo de visita en el Cementerio Central y, dice, dialogó con sus muertos, esa sucesión de huesos que yacen en osarios, bóvedas y mausoleos sin cruces. Muchos debieron someterse a la cirugía para difuntos que ella practica con el propósito de determinar las causas de una muerte violenta. Los recuerda aún con su memoria de elefante y afirma que son cinco mil a quienes les ha realizado la necropsia en medio de un respeto que no requiere rituales, sino un bisturí que aprendió a manejar con destreza cuando hace largos lustros hizo el curso de asistente forense en Bogotá.

-¿Cinco mil autopsias?

-Así como lo oye: 5.000, unos más o unos menos -responde-. Antes de los 15, ya estaba en este oficio. Una noche practiqué 27 autopsias a los muertos en un accidente entre un bus y una tractomula.

Ni su madre escapó a sus artes con los muertos. Juana Bautista Robles murió de cáncer hace 23 años, mientras sus hijas esperaban, en medio de lágrimas, su último suspiro. Sonia decidió indagar las razones de la extraña muerte que le sobrevino a su progenitora, a los 64 años, y decidió encerrarse con el cadáver en su habitación. Rajó su abdomen y comprobó que el páncreas había sido invadido por tumores. Procedió a cerrar la incisión con hilo quirúrgico y se dispuso a preparar el cuerpo.

-Le oculté la palidez de la muerte -afirma-. Le pinté los labios y le eché rubor en las mejillas mediante técnicas de momificación. Parecía que iba para una fiesta, porque hasta el vestido que lució se lo cosí a mano encima del cuerpo inerte.

Sonia Bermúdez es uno de los personajes más populares de Riohacha. Vive con sus siete hijos, siete nietos y un joven marido de 25 años que admira su reciedumbre, la magia de sus palabras y el contoneo de su andar.

Viste una licra de color zanahoria, body negro, collar wayú y sandalias hindúes, que son el toque máximo de sus extravagancias. Habla con elegancia, acentuando consonantes y con caídas originales en varias palabras. Asimismo, gesticula y mueve los brazos como si bailara flamenco andaluz.

La conocen más por los apodos de la ‘rajamuertos’, la ‘comemuertos’ o la ‘golera’. Dice que esos apelativos corresponden a la manera como se presenta: «Yo soy Sonia, la señora que raja los muertos».

Afirma que todos la aman, incluso sus cinco mil muertos, que conforman una especie de Comala (el pueblo de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo) celestial. «Solo una vez -dice- se le apareció en sus sueños un muerto bañado en sangre y con intenciones de reclamarle, pero lo espantó con un grito de guerra».

Nadie la odia. Más bien le temen, como Oldry Martínez Zambrano, ‘Pato’, un joven albañil que vive en la calle 11 y quien pareciera encabezar el difuso grupo de los que experimentan inquietud al verla pasar. En alguna ocasión, Oldry salió despavorido por la ventana de su cuarto cuando escuchó la voz de Sonia en la puerta de su casa.

Pero la seriedad aparece de nuevo en su rostro al evocar a su difunto esposo Marcos Payares Tobías, padre de sus siete hijos, un hombre de El Difícil (Magdalena) que un mal día se aburrió del oficio de su mujer.

-Estoy harto -le reclamó-. Parece que tus muertos son más importantes que tus hijos.

-Sí -replicó Sonia-. Mis muertos son más importantes que mis hijos y que tú mismo.

-Entonces, llegó el momento de escoger: tus muertos o yo -sentenció el marido.

-Me quedo con mis muertos -respondió ella-. El respeto que la gente me profesa no me lo gané por mi linda cara, sino por mis muertos.

Sonia vivió los años de su niñez cerca del Cementerio Central de Riohacha. Su padre, Benigno Catalino Bermúdez, trabajaba con los capuchinos, que tenían a su cargo el camposanto. Desde entonces -reafirma-, le viene el amor por los muertos. Cada día le llevaba a su padre las provisiones, el agua y el tinto. Después recorría las callejuelas estrechas delimitadas por tumbas y cruces, y en ocasiones se subía a los mausoleos para matar tortolitas con cauchera.

A principios de los 70, se organizaron en Riohacha las oficinas de medicina legal del Ministerio de Justicia, después Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. El médico Luis Cotes Barros, riohachero especializado en Chile, había dado estos primeros pasos, y fue cuando Sonia comenzó a hacer sus pinitos, tras realizar cursos de disección en Bogotá, pues, al regresar, no había un profesional que practicara las autopsias.

Su actividad autorizada y certificada coincidió con la bonanza marimbera, cuando los muertos se multiplicaban como espejos. En su mesa de disección estuvo el cadáver de Lisímaco Peralta, emblemático personaje del contrabando y la marihuana que fue muerto a tiros en una finca del corregimiento de Las Flores, en momentos en que Diomedes Díaz y Juancho Rois animaban una fiesta.

También hizo las necropsias de los ‘Gavilanes’, grupo de campesinos que habitaban en la zona rural de Riohacha y que alcanzó a amasar una incalculable fortuna con el cultivo y tráfico de marihuana. El ‘Gavilán Mayor’, jefe de la organización, fue inmortalizado en una canción de Hernando Marín.

Cementerio propio

Hoy, Sonia dice que los curas de Riohacha le prohibieron sepultar a los N. N. en la parte posterior del Cementerio Central. Por esa razón, arguye, no asiste a misa, pues su rabia la lleva aún clavada en el alma.

Así fue como decidió construir un cementerio al que llama «hogar propio para mis muertos».

Rumbo a su camposanto, me señala en el kilómetro 8 de la vía a Valledupar el aviso de otro cementerio que están construyendo los sacerdotes, que toda la vida tuvieron a su cargo la administración del Cementerio Central. «Como allá no pueden seguir haciendo plata, se vinieron para estos lares», dice.

En su cementerio, que bautizó Gente como Uno, Sonia destinó el espacio para los desahuciados de la vida. El lote está en proceso de legalización, pero los nichos y las bóvedas ya contienen los restos de sus muertos.

Una incapacidad laboral la ha marginado de las autopsias. Está dedicada a ampliar el territorio poblado por sus muertos. De esa manera espera su final, y para ello ha instruido a Malka, su hija de 29 años, que nació minutos después de intervenir un cadáver.

«Mi hija casi nace en la morgue. Después la llevaba para que observara mi oficio. Estudió psicología, pero está dispuesta a practicarme la autopsia cuando me vaya a acompañar a mis muertos», concluye.

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