18 de marzo de 2024

La lección de José Cervantes Angulo

POR ANUAR SAAD

El pasado 3 de octubre se cumplieron los 25 años de la muerte del gran periodista y escritor José Cervantes Angulo quien, aferrándose a la última esperanza de vida, se sometía a su segundo trasplante de corazón en la ciudad de Medellín.
Cervantes era dueño de una pluma exquisita que le dio muchas satisfacciones. Ganador de innumerables premios nacionales e internacionales de periodismo fue un escritor acucioso, dedicado, inquisitivo para el que la estética de su prosa era tan importante como el contenido de la misma. «La noche de las luciérnagas» y «Yo, el Magdalena», fueron dos de sus grandes obras.

Como un homenaje a quien fuera mi compañero en la sala de redacción de El Heraldo (donde trabajó durante 23 años) recreo una de sus tantas anécdotas que, en el fondo, encierra una gran lección sobre el oficio del periodismo, y que hace parte de mi libro, próximo a publicarse, «Gajes del Oficio»

El domingo 15 de agosto de 1993 sería, sin duda, un día memorable. Fue la primera vez en la historia de la Selección Colombia, que se le ganó a Argentina en unas eliminatorias al Mundial de Fútbol. Para esa época, se estaba en la ruta final de la etapa clasificatoria y Colombia, con ese triunfo, prácticamente aseguraba un pasaje al mundial de Estados Unidos en 1994.

Los goles los anotaron Adolfo “El Tren” Valencia y el “bombardero” Iván René Valenciano. El gol de Valenciano fue una pincelada maestra, en ese enganche a al defensor gaucho, que inspiró al escritor Osvaldo Soriano, a hacer una pequeña crónica que tituló, en honor a Valenciano, como “El gordo también bailaba”. “Por más calor que haga, no puede ser que Argentina se deje bailar por un tipo con 10 kilos de más…” diría en un aparte de su texto antes de describir con su pluma excelsa el movimiento con que “El Bombardero” engaña al defensa, quien pasa de largo permitiendo que el artillero anotara.

El partido se jugó al filo de las 4 de la tarde. Para esa hora, ese domingo, la sala de redacción de El Heraldo, era un desierto: casi todos estaban en el estadio pues nadie quería perderse el clásico.

De la nada se me plantó José Cervantes Angulo en mi oficina. Como siempre, vestía una guayabera gris, pantalón azul; cabello engominado y sus lentes de culo de botella que le posibilitaban ver sin problemas. Parecía más listo para dar un pésame, que para ir al estadio.

-Tengo dos boletas- me dijo masticando su trasnochado chicle. Con la misma parsimonia que lo caracterizaba, agregó: -Si quieres venir, nos vamos en mi carro-

Dudé por algunos segundos, pero después pensé que era una oportunidad única, y accedí.

El gol de Valenciano ante Argentina

Ya eran las tres de la tarde. Con el tráfico, el recorrido se me hizo tan largo, como si estuviéramos viajando a Ciénaga y no al Metropolitano. Cuando llegamos, no solo el partido ya había comenzado, si no que no habían asientos disponibles a la vista.

-No joda- empecé a quejarme. – ¿Dónde carajos nos ponemos para no estorbar?

Cervantes sacó lentamente su infaltable caja de chicles Adams y empezó a masticar con parsimonia dos pastillitas. Desde que se había sometido a un trasplante de corazón, sus movimientos eran más lentos de lo que ya habitualmente eran.

-Espérate- me dijo. Con su mejor sonrisa se inclinó ante dos hinchas y ellos, solícitos empezaron a rodarse y nos abrieron un cupo.

Desde ese momento no tuve más ojos que para el partido. Pero él, parecía no importarle. Sacó una diminuta libretita y empezaba a garabatear frases que yo no podía entender. Miraba a la izquierda; a la derecha, prestaba atención a lo que gritaban los aficionados eufóricos; tomaba nota de las mentadas de madre del respetable público instados por el gran Édgar Perea; llamó dos veces al hombre que se desgañitaba vendiendo “Agua Cristal” y yo pensaba que tenía una sed vieja. Veía hipnotizado al tipo de más allá que ondeaba una bandera enorme y que de pronto se la pasaba a sus compañeros.

La noche de las luciérnagas, el libro que reveló todo el furor de la bonanza marimbera en la costa caribe.

Su ojo avizor detectó, infiltrados en occidental alta, a un grupito de camisetas albicelestes y sin pudor caminó entre la gente con su porte de gentleman sin despeinarse un cabello ni sofocarse en medio del tremendo calor que azotaba el estadio.

Sólo en las ocasiones que el público gritaba frenético, él se detenía a mirar el partido y apenas sonrió cuando Lozano y Valenciano, anotaron los goles de la victoria.

Seguía llenando de palabras escritas de prisa su libreta y pensé que esta se acabaría antes que el partido terminara.

Al filo de las 8 de la noche, ya en la redacción de El Heraldo, me dijo: -Mañana te entrego una maricadita para que la publiques en cualquier parte si quieres- y desapareció en silencio.

Justo a las diez de la mañana, con su mismo estilo, se plantó en la puerta de mi oficina y me dijo parsimonioso y con ese respeto que empalagaba: -Anuar, ahí te dejo el trabajo- Y entregó el título y la guía de lo que había escrito. En medio del tejemaneje de la edición diaria, se me había olvidado el escrito de Cervantes. Más por curiosidad que por otra cosa, me senté frente a mi computador y busqué la guía del trabajo. Entonces, la crónica se desplegó ante mí.

Los detalles que narraba escenificaban la vivencia de un aficionado que no solo gozó con el partido, sino que descubrió los detalles que solo un ojo adiestrado y una mente talentosa como la de José Cervantes –autor entre otros de “La noche de las Luciérnagas” y “Yo el Magdalena” y ganador de premios Simón Bolívar, CPB, Postobón y el gran premio de la Sociedad Interamericana de Prensa- podía plasmar.

Resulta que el tipo que gritaba “Agua Cristal”, en realidad vendía aguardiente Cristal embotellado en el envase plástico del agua por la prohibición de expender alcohol. El que tenía la bandera, cuya asta era un tubo de PVC, tenía al final una pequeña llave que, al girarla, salía whisky. Detalló todos los estertores de sufrimiento del tipo de gafas que se creía técnico; el sufrimiento de los hinchas argentinos; lo oportuno del “corito celestial” y las interrupciones de la insoportable dama que teníamos al lado que cada segundo preguntaba ¿…y cómo se llama ese? ¿…Por qué pitó el árbitro? ¿…el de la peluca es El Pibe?

Había descrito, además, el enorme trancón; a los revendedores haciendo su agosto; a los policías permisivos y retrató, también, cómo fue que pudimos sentarnos habiendo llegado tan tarde.

Aún boquiabierto busqué un lugar para su crónica que, por esas cosas de la vida no salió en el cuadernillo de Deportes, sino en el de Locales, donde había aún una página por llenar.

Meses después, me tocó escribir un perfil sobre José Cervantes, el amigo, el maestro, el curtido periodista y literato, porque el CPB, en un despacho que envió al medio, anunciaba que José Cervantes Angulo había ganado el premio a mejor crónica con “Así se vivió la fiesta en el Metropolitano”. Dos años después, Cervantes moriría por problemas con su trasplante, pero nos dejó a todos su herencia de cómo se hace el periodismo y, sobre todo, el respeto que hay que tener hacía una historia bien contada.

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